En la calle compartís cosas con la gente
que te cuida y con la que te roba: la policía, los patrulleros; más los
carteristas, escruchantes, arrebatadores. Compartís con los que te venden mercancías
o tratan de que te metas a su local cuando estás mirando la vidriera y te
preguntan “¿necesita algo?” Compartís la calle con los que se perdieron y quieren
saber cómo llegar, con los que necesitás
que te dejen en alguna parte -¡taxi!-, con los que te ignoran o te empujan, con los
que te regalan un diario o un volante con descuento. Con los que están tratando
de convencerte de que su malabarismo vale, o con los que directamente te piden
limosna porque son pobres y no tienen nada para dar. Con todos ellos negociamos
diariamente, de diferentes maneras, el espacio urbano.
En los colectivos, por ejemplo, hay varias
negociaciones para hacer. Cada una tiene su reglamento. Con la espera manda el tiempo de llegada. Para el
precio del viaje, la declaración jurada del punto de arribo. Los asientos se
obtienen por proximidad y decisión. La
excepción también está reglamentada: embarazadas, gente vulnerable y ancianos tienen prioridad.
Hay situaciones
urbanas que les sirven a todos, algunas son municipales, como las paradas de
trasporte o las plazas, otras son privadas, como los puestos de flores o de
diarios. Compartimos el espacio público no sólo con otra gente a la que no
conocemos, sino con cientos de objetos en los que confiamos. Semáforos, cestos
de basura, sendas peatonales, cordones, carteles, numeraciones. En otra época uno supo confiar
también en los buzones y en las casetas telefónicas.
La ciudad nos toma examen a cada rato. En una
caminata de pocas cuadras establecemos
extrañas relaciones auditivas, olfativas, visuales, cinéticas. Vemos carteles,
oímos bocinazos, esquivamos rejas, bolardos, arbolitos, bajamos por rampas y escalones,
frenamos.
Este
diálogo desmedido es la cotidianeidad de un ciudadano. La nuestra. En las
avenidas se concentra lo peor. Por eso cuando llegamos a calles normales, somos más felices. Nos sacamos parte del
alerta de encima, como si descargáramos una pesada mochila. Ni te cuento si
llegamos a un pasaje.
Anasagasti es la muestra cabal de este
descanso. La histeria sigue en miles de cables anudados, en el ruido que ingresa
desde Santa Fe, como desde una puerta a la que no pudimos cerrar.
Anasagasti no es la calma total: tiene
diferentes escalas, tiene algunos comercios, pasa cierto tránsito malacostumbrado.
Pero entrarle tiene algo de vacación,
comparado con el estrés de la avenida, con ese Alto Palermo al que le hubiera
gustado estar apuntado exactamente como el cul
de sac del pasajito, pero al arquitecto López se le corrió unos metros
hacia el Centro.
Estamos por meternos en Anasagasti para
cerrar el barullo por un rato. Nos vemos ahí.
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