La semana pasada conté un recuerdo bueno de un amor que tuve
en una cripta. La próxima voy a contarles sobre una revista que leía de niño, y
por la que soy arquitecto. Son mis recuerdos constructivos. Nadie quiere borrar
nunca un recuerdo bueno, ¿no? Los buenos recuerdos nos hacen felices. Pero
¿cómo borrar aquellos que nos atormentan? En una de las películas de la
trilogía de Gus Van Sant, Paranoid Park, hay un adolescente que cometió una
muerte involuntaria, y el recuerdo y la culpa le minan la personalidad. El
chico deambula con su tabla de skate por su ciudad buscando una respuesta. No
le puede contar a nadie lo que hizo: los adultos que vemos no parecen estar
dispuestos a perdonarlo. Tampoco puede guardarse la historia adentro, es
demasiado para él. Una amiga del colegio le indicará qué hacer. “Tenés que
escribirlo”, le dice. “Escribilo y después quemálo”.
Los escritores hacemos eso todo el tiempo: sacamos el miedo
de adentro en páginas que a veces vendemos, a veces regalamos y en ocasiones,
también, quemamos. Ponerle una ficha a la
rara baraja de la memoria, según Julio Cortázar. La que se mezcla para dar
de nuevo, la que tiene siempre las mismas cartas dispuestas en un orden
diferente.
Todo se hace más difícil cuando el recuerdo que hay que
barajar es colectivo, y tiene la marca indeleble del trauma. La sociedad se ve
dispuesta o forzada a recordarlo, para mantener viva la memoria. Me refiero a
los recuerdos de una guerra o un genocidio, esos que no hay que olvidar para
que no se repitan. Las ciudades, los ministerios, suelen darle un punto y
aparte al asunto haciendo un monumento. A los caídos, a los desaparecidos, al
horror de una batalla. Esos monumentos nos duelen y sirven al principio. Pero
parece que con el tiempo producen lo contrario, suelen hacer que la gente se
olvide del asunto. La estatua de la madre sosteniendo el cadáver de su hijo en
brazos o el soldado con el pecho abierto parecen decirnos “no te atormentes
más, ciudadano. De ahora en adelante, tu recuerdo será nuestro trabajo”.
Hay un artista plástico alemán que asegura que los Estados
hacen monumentos para que las sociedades se olviden del asunto. Se llama Jochen
Gerz.
Lo vi cuando vino al Malba, en el año 2004. Contó que le
habían hecho un encargo para la ciudad de Hamburgo, un monumento contra el
fascismo, para el que diseñó una torre
prismática de doce metros de altura, por un metro cuadrado de base.
Estaba recubierta por una lámina de plomo adonde se había invitado a la gente a
escribir lo que quisiera. El día de la inauguración, munida de punzones, la
vecindad de Hamburgo dejó sus mensajes de paz. Algunos se fueron con escaleras.
No todos los pensamientos fueron en contra de la guerra: un militar, en la
noche, le estampó nueve tiros.
Lo cierto es que después la gente se olvidó, metida en sus
asuntos cotidianos. Y un día notaron que los mensajes iban desapareciendo bajo
la tierra. El monumento de Gerz se los había tragado. La Municipalidad salió
a dar la explicación: el destino del obelisco era desaparecer. Con las frases
escritas, y el impacto de los nueve tiros. El monumento tenía un mecanismo para
hundirse un metro por año.
Un viejito al que le habían matado a toda su familia
prometió reescribir su frase antibélica todas las veces que hiciera falta. Pero
también preguntó: “¿qué pasará después de 12 años?”. “Habrá una tapa en el
suelo”, contestó Gerz. “¿Y los mensajes?”. “Habrá que decirlos”. El monumento
de Gerz nos habla con las mismas palabras que los recuerdos, con el cuento.
Las imágenes son tautológicas, la palabra es analítica. La
misma torre sola, alta, el obelisco como monumento, puede significar la condena
a la guerra o su glorificación. Una imagen vale más que mil palabras, pero
también vale las mil palabras. Y mil palabras dichas juntas es una confusión.
Recuperamos el recuerdo del olvido siempre mediante la
palabra. Para mantener vivo el recuerdo de un genocidio o de una guerra no hay
ni habrá como el relato trasmitido de generación en generación, con nietos
escuchando sentados en las rodillas de sus abuelos. Contar sirve para
olvidarse, pero también y fundamentalmente para recordar.
Siempre y siempre: contar para vivir.
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