A los quince años me rateaba del colegio de Morón, me tomaba el Sarmiento y el subte hasta Sáenz Peña, y me iba de paseo por las librerías y los cines de la calle Corrientes. A veces me acompañaba mi amigo Quico Figueredo. Al asunto le llamábamos aprender lo elemental. Quico le puso el nombre. Los domingos a la mañana íbamos al Parque Rivadavia a canjear estampillas y discos, como segundo paseo. No volvíamos felices si no nos hacíamos con un par de trofeos. Tampoco, en las rateadas, si no terminábamos la tarde viendo una película en el San Martín o en el Goethe.
El Goethe pasaba cortos alemanes experimentales. Recuerdo los tres que más nos impactaron. Uno trataba acerca de una operación a corazón abierto, que había que proyectar sobre el pecho depilado de un patovica. Aunque el patova era enorme, había que acercarse para mirar. Un camarógrafo, a su vez, filmaba todo en un circuito cerrado de TV, y en la imagen los espectadores salíamos atendiendo como en La lección de anatomía de Rembrandt. En el segundo de los cortos alguien se apagaba un cigarrillo en el brazo, sin siquiera pestañear, para hablarnos del calor del napalm. Me produjo un shock similar al corte del ojo en El perro andaluz. En el tercero, el que había resultado más interesante para nosotros, un obrero se dirigía a la cámara en un discurso extraño y agresivo, destinado a alertarnos sobre la línea de montaje fordiana. Creo que el primero era de un Herzog joven e inexperto; volví a ver el segundo de grande, que pasó a ser uno de los cortos más difundidos de Farocki, Fuego inextinguible, googleable en Internet. Del tercero nunca más tuve noticias.
Entre el Instituto Goethe y la Fundación PROA están haciendo una muestra de instalaciones y películas del rebelde alemán. Estoy hablando de Farocki, claro. Aunque Herzog sea independiente y haya filmado las pelis más extrañas de la Tierra, al lado de Farocki parece puro mainstream.
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