19.12.12

EL CAPITAL / SILVIO MATTONI

El único capital siempre estuvo
en la cabeza, la propiedad es portátil
y así fue, una vez, no tuve nada. 
Llegué a los doce sin saber nadar
y a la edad de morir o dar el tono
para la vida nueva, el gran ascenso,
con los dientes torcidos. Señales indudables
de una infancia pobre, me dijeron. Había
libros, horas de siesta y de meditación
sobre juegos repetitivos, charlas en la vereda.
Pero el destino parecía reducido
a las dimensiones de la pieza en el barrio
sin rojos ni negros, un simple nombre
que no se escribía más que en los carteles
del zoológico local. El chico aquel
te odiaba, viejo chimpancé, pero yo
te daría un abrazo si vivieras
por la pila bautismal que nos unía. 
Se alejaban en el horizonte del consumo
los jeans deseados, los clubes, otras cosas
que sólo importan porque faltan. Después
todo empieza a rendir, mis padres brillan
en un derroche y un ansia de saber
que se aceleran sin fin. Yo atiendo tanto
que cumplo cualquier promesa escolar.
Y sin embargo, ¿de dónde sale el gesto
endurecido, la cara seria? ¿Habré soñado
que era de otro planeta y heredaba
poderes más valiosos? ¿O es un signo culpable
de esperar, de haber tenido que esperar
y construirme para no seguir
siendo un mendigo? Por eso cuando gasto
no hay una fuente constante y transparente,
sino un chorro que sale a borbotones
como de un caño oxidado que recobra
por momentos su conexión con la red.
Quizá la anatomía fue un destino
de varón saludable no muy alto,
de inteligencia exacerbada por el deseo
insaciable de encantar, a cualquier precio.
O tal vez la ingenuidad, el cinismo
y la preocupación innecesaria de marcar
la tierra que se escapa a cada paso
me quitaron la risa. Ahora tengo
una mueca intermedia, ya los libros
juegan en el vacío, y los chistes
van señalando un capital con fecha
de agotamiento. No estaba en la memoria
sino en mis dedos y en las risas que veo. 

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