Una alumna de la Facultad me mostró por primera vez la planta de la ampliación del Museo Judío de Berlín hecha por el arquitecto polaco Daniel Libeskind. Él acababa de ganar el primer premio en ese concurso y los datos que llegaban eran raros: ningún dibujo parecía la documentación de una reforma. El edificio viejo era un bloque academicista de tres pisos, con volumen en herradura y un patio cuadrado. Los dos primeros pisos tenían ventanas rectangulares y cornisa; el tercero estaba escondido debajo de una mansarda. Como en todo proyecto academicista, la simetría era la norma. En la fotocopia que me mostró la chica, al edificio le salía desde su prolija ala izquierda un brazo histérico, forzado, eléctrico, largo. Lo primero que me hizo acordar fue a Pikachu, el animalito de Pokémon. Sobre todo a su cola, con forma de rayo de historieta. Un apéndice que no parece pertenecerle, como si no hubiera relación entre todos esos ángulos agudos y la blandura del resto del personaje.
Más adelante pude ver la maqueta del museo: las paredes perimetrales del rayo se levantaban hasta la altura misma del palacio academicista, en el único gesto contextual. Edificio viejo y nuevo tenían exactamente la misma altura, unos quince metros. En la siguiente información que comenzó a llegarnos por las revistas aparecía también una estrella de David desmembrada y vuelta a pegar, como si fuera de cristal y el arquitecto la hubiera partido y luego juntado sus pedazos rotos con una lógica distraída.
Libeskind nos estaba contando, en ese solo dibujo, cómo hizo para diseñar su paralelepípedo zigzagueante, pero ninguno de nosotros tenía por entonces la cabeza preparada para comprender la lección.
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