23.6.12

MI DESPEDIDA A BRADBURY EN PERFIL


Con trece años yo no quería imitar a Bradbury. Con trece años, era Bradbury. Simplemente eso. Me sentaba a escribir y era él, porque me sentía él. Porque estaba seguro de que ser Bradbury era lo mejor que podía pasarme en la vida. Había leído todos sus libros gracias a un profesor de literatura, Piaggio, un maestro inteligente en un colegio de maristas. Ser Bradbury fue viajar al espacio en una nave con la forma del cuerpazo del gordo, del que teníamos una foto. Y todo esto me pasó muchos, muchos años antes de la película de John Malkovitch.
Brizuela iba al mismo colegio, pero en la sucursal de La Plata. Nos conocimos en un encuentro de juventudes en Luján, justo para el velorio de una monja. Nos presentaron como a dos freaks: escribíamos. Yo había publicado un cuento en “El Ornitorrinco”, la revista de Castillo y otro en la “Revista Oeste” de Ciechanover; Leopoldo había metido una nota en el Cultural de La Nación. Nuestros trece estaban inflamados de letras. Los dos leíamos todo lo que nos caía en mano, y los dos éramos fanáticos de Ray. Tuvimos una correspondencia larguísima con Leopoldo, de Castelar a La Plata, durante cinco años, conversando casi exclusivamente de los libros del escritor de “El país de octubre”. Admirábamos a muchos    héroes de la literatura, pero Ray era el capitán de nuestros viajes en el tiempo.
Cenamos con Leopoldo un par de veces durante el reciente Festival Azabache. Una de las noches salió el tema de Bradbury y me dijo, también, que jamás había buscado imitarlo. No se puede imitar lo que se es. Así como hay tipos que te nublan, que te quitan las ganas de escribir -personalmente me pasa cuando leo a Onetti o a Borges- otros son como inyecciones de “tu puedes, Nil, Leopi; ustedes, todos”. Ray era de esos, de los que te dan permiso. El compañero en un planeta solitario.
Aún soy su pasajero y su pasante.
Aunque él acabe de aterrizar en Marte con el motor averiado y jamás podamos regresar a la Tierra.