Con trece años yo no quería imitar a
Bradbury. Con trece años, era Bradbury.
Simplemente eso. Me sentaba a escribir y era
él, porque me sentía él. Porque estaba seguro de que ser Bradbury era lo
mejor que podía pasarme en la vida. Había leído todos sus libros gracias a un
profesor de literatura, Piaggio, un maestro inteligente en un colegio de maristas.
Ser Bradbury fue viajar al espacio en una nave con la forma del cuerpazo del
gordo, del que teníamos una foto. Y todo esto me pasó muchos, muchos años antes
de la película de John Malkovitch.
Brizuela iba al mismo colegio, pero en la
sucursal de La Plata. Nos conocimos en un encuentro de juventudes en Luján,
justo para el velorio de una monja. Nos presentaron como a dos freaks: escribíamos. Yo había publicado un
cuento en “El Ornitorrinco”, la revista de Castillo y otro en la “Revista Oeste”
de Ciechanover; Leopoldo había metido una nota en el Cultural de La Nación. Nuestros
trece estaban inflamados de letras. Los dos leíamos todo lo que nos caía en
mano, y los dos éramos fanáticos de Ray. Tuvimos una correspondencia larguísima
con Leopoldo, de Castelar a La Plata, durante cinco años, conversando casi
exclusivamente de los libros del escritor de “El país de octubre”. Admirábamos
a muchos héroes de la literatura, pero Ray era el capitán de nuestros viajes
en el tiempo.
Cenamos con Leopoldo un par de veces
durante el reciente Festival Azabache. Una de las noches salió el tema de
Bradbury y me dijo, también, que jamás había buscado imitarlo. No se puede imitar lo que se es. Así
como hay tipos que te nublan, que te quitan las ganas de escribir
-personalmente me pasa cuando leo a Onetti o a Borges- otros son como
inyecciones de “tu puedes, Nil, Leopi; ustedes, todos”. Ray era de esos, de los
que te dan permiso. El compañero en un planeta solitario.
Aún soy su pasajero y su pasante.
Aunque él acabe de aterrizar en Marte con
el motor averiado y jamás podamos regresar a la Tierra.