12.3.12

LA DESAPARICIÓN DEL LIBRO


“Para un loco de la literatura como yo, la pantalla no se siente como un medio lo suficientemente permanente”, dijo Jonhatan Franzen en el Hay Festival de Cartagena. Se refería a ese prurito de que todo lo que está en una pantalla puede ser motivo de cambio con sólo apretar un par de teclas. Y cuando sale en papel, fuíste: para reparar un error en papel será necesario esperar a la siguiente edición. Fabián Casas también escribió, hace dos años, su defensa del papel sobre el mundo virtual. Ponderaba su gusto por el peso, el olor, las sensaciones táctiles de un libro. Dice, por ejemplo: Me gusta saber que voy caminando por la calle con cierto ejemplar en mi bolso. La escritora Mercedes Giuffré se lamenta en su blog ante la perspectiva de que desaparezcan las bibliotecas: ese refugio lleno de estanterías. Casi siempre que se habla de la próxima desaparición del libro, los que amamos el papel impreso recurrimos a frases emotivas que no tienen nada de modernas, en tiernos discursos románticos que son para las lágrimas.

A los que dicen que el libro no va a desaparecer les voy a dar esta primicia: el libro ya desapareció. No todos, pero muchos de los libros que había. El tema del libro versus el e-book es de actualidad, pero se está poniendo viejo solo, como esos vecinos que salen a la vereda con el mate en la mano desde siempre, pero no recuerdan bien el primer día en el que para salir no se cambiaron el piyama.

Ya desaparecieron las enciclopedias, por ejemplo. Los Atlas. Los diccionarios. Los diccionarios de traducción. ¿Hace cuánto que no usan uno de esos? Los diccionarios de sinónimos y antónimos. Los volúmenes de nombres o números, de códigos, de teléfonos. Las tablas, los libros de cálculo, los libros de mantisas. Los directorios. Los libros contables en papel. Los epítomes, los compendios. Y un tipo de libro lleno de cifras y datos que me compraba mi abuelo Vicente, y salía a librería con la periodicidad y la euforia de los de Horóscopos: el Almanaque Universal.