“Para un loco de la literatura como yo, la pantalla no se
siente como un medio lo suficientemente permanente”, dijo Jonhatan Franzen en
el Hay Festival de Cartagena. Se
refería a ese prurito de que todo lo que está en una pantalla puede ser motivo
de cambio con sólo apretar un par de teclas. Y cuando sale en papel, fuíste: para reparar un error en papel
será necesario esperar a la siguiente edición. Fabián Casas también escribió,
hace dos años, su defensa del papel sobre el mundo virtual. Ponderaba su gusto
por el peso, el olor, las sensaciones táctiles de un libro. Dice, por ejemplo: Me gusta saber que voy caminando por la
calle con cierto ejemplar en mi bolso. La escritora Mercedes Giuffré se
lamenta en su blog ante la perspectiva de que desaparezcan las bibliotecas: ese
refugio lleno de estanterías. Casi
siempre que se habla de la próxima desaparición del libro, los que amamos el
papel impreso recurrimos a frases emotivas que no tienen nada de modernas, en
tiernos discursos románticos que son para las lágrimas.
A los que dicen que el libro no va a desaparecer les voy a
dar esta primicia: el libro ya desapareció. No todos, pero muchos de los libros
que había. El tema del libro versus el e-book
es de actualidad, pero se está poniendo viejo solo, como esos vecinos que salen
a la vereda con el mate en la mano desde siempre, pero no recuerdan bien el primer
día en el que para salir no se cambiaron el piyama.
Ya desaparecieron las enciclopedias, por ejemplo. Los Atlas.
Los diccionarios. Los diccionarios de traducción. ¿Hace cuánto que no usan uno
de esos? Los diccionarios de sinónimos y antónimos. Los volúmenes de nombres o
números, de códigos, de teléfonos. Las tablas, los libros de cálculo, los
libros de mantisas. Los directorios.
Los libros contables en papel. Los epítomes, los compendios. Y un tipo de libro
lleno de cifras y datos que me compraba mi abuelo Vicente, y salía a librería
con la periodicidad y la euforia de los de Horóscopos: el Almanaque Universal.