Con 13 años escribí una versión de "Caupolicán", de Rubén Darío, dirigida a un cura maricón que nos daba clases de música en el colegio. El nombre del tipo era Neri. Era una persona estúpidamente exigente. Se sentaba de espaldas a la clase y tocaba una seguidilla de notas en una flauta dulce. Nosotros debíamos documentar la melodía en el cuaderno pentagramado. No acertaban ni los que sabían tocar un instrumento.
Mi poema se titulaba "Cauchoripán". El mismo Neri me lo quitó de las manos durante una lectura en un recreo, y después me llevaron a la Dirección. Pidió que me echaran (el poema denunciaba especialmente sus modales amanerados, con esa violencia que solo pueden tener los alumnos varones de un secundario de Buenos Aires), y los demás profesores me defendieron (yo solía ser un buen alumno, aunque de pésima conducta). Por lo que terminé quedándome con 24 amonestaciones, una menos de las necesarias para la expulsión. La frase final del director fue: “Nielsen, estas cosas no hacen reír a nadie”. Una mentira que ya había verificado en el recreo: todos se habían reído. Era el año 1975.
Me hubiera encantado haber conocido los Ovillejos de Don Alejandro Nores Martínez en ese tiempo. Me hubiera encantado saber que existía Quevedo, que la Martín Fierro publicaba epitafios a escritores, haberme cruzado con la Humor Registrado que estaba por venir o la Barcelona de estos días. Pero yo tenía solamente 13 años y ni mis padres me pudieron defender: la culpa era mía porque la Satírica no existía en ninguna parte de nuestras memorias. Ahora, después de todos estos años, sé que es uno de los pilares que sostienen a la democracia.
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