Nunca en mi vida había visto a un escritor. Había visto profesores, obreros, almaceneros. Choferes de colectivo, inspectores de tren, directores de escuela. No tenía necesidad de ver a un escritor. Sí había leído a algunos. Castillo era uno. Lo seguía en El Ornitorrinco; lo admiraba por su libro Las otras puertas. Empecé a escribir a los trece años para imitar a esta gente en un hacer que me parecía cómodo e interesante. Pero nunca había visto a uno en persona.
Con veinte años gané la Primera Bienal de Arte Joven en el rubro cuento, junto a varios desconocidos que ahora son figuras en la literatura local. Todos iban a algún taller literario. Yo era el único que no había ido nunca. Parecía lógico que para ser escritor tuvieras que ir a lo de otros escritores.
Castillo era el jurado del Premio. Vivía en un tercer piso por escalera, al final de un pasillo. Como me vio tan preocupado me invitó a su taller para que supiera cómo trabajaban sus alumnos. Al mismo tiempo me recomendó no asistir jamás a ningún taller. Parecía que, con lo que yo sabía, bastaba. No le creí.
Recuerdo que sus alumnos le tenían muchísimo respeto, casi como quienes escuchan a un Santo. Yo dije un par de barrabasadas de joven mal llevado, y en un momento Castillo se salió de la clase y nos dejó. Esperamos. Nada. Una de las chicas adujo que yo lo había ofendido. Otro, que mi ansiedad lo había agotado. Otro, el que más lo conocía, que simplemente se había ido a jugar al ajedrez. La chica también indicó que yo era el único que no había pasado el examen, que consistía en la escritura de un cuento generado por un rompecabezas.
Uno a uno, los aspirantes a escritores se fueron yendo. Cuando me quedé solo, pasé a la otra habitación por la puerta que había utilizado Castillo. Me lo encontré fumando en pipa frente a los trebejos. Entonces le dije que me parecía una falta de respeto, yo había viajado desde el lejanísimo Oeste por dos horas enteras de su sabiduría, y no había recibido ni una. Le mostré los minutos que faltaban en mi reloj pulsera. Ni me miró. Entonces le dije “chau, nunca voy a venir a su taller”. Él levantó su ceja rota y, serenamente, pronunció algo bastante despectivo que con el tiempo fui relacionando con el “rajá, turrito, rajá” de Arlt. Me fui pegando un portazo de su casa de la avenida Pueyrredón, prometiéndome que jamás volvería a verlo en la vida.
Al pasar la cancel me di cuenta de que me había olvidado la campera. “Estaba muy rota”, llegué a mentirme, para dejarla y poder cumplir con mi promesa. Mi cuerpo impedía que la puerta se cerrara sobre el barrio de Once. En el bolsillo de mi campera estaba mi Carandache preferido, uno negro con el sacapuntas rojo. El lápiz mecánico que me había regalado mi novia Poli. Cerré la cancel del lado de adentro y regresé hacia el fondo por el pasillo.
Subí sigilosamente la escalera de piedra. Antes de llegar a su piso empecé a escuchar las risas de los dos. Abelardo y Sylvia estaban a las carcajadas, como en una fiesta. Acerqué una oreja indignada a la puerta de madera. Sí, claro: se reían de mí.
Toqué timbre. Le dije quién era a la voz alegre que me preguntó. Cuando Abelardo abrió, tenía otra vez cara de enojado. “¿Ahora qué querés?”, gritó, con su vozarrón. “¡Me olvidé la campera!”, grité, para no quedarme corto. Igual grité menos que él, que fue boxeador (uno es valiente, pero no come vidrio). “Buscala y andate para siempre”, me dijo. Al pasar con la campera puesta la pude ver a Sylvia secándose las lágrimas con un pañuelito celeste.
Los odié. Volví a Castelar en el tren. Era de noche. Una a otra, se me fueron ocurriendo las ideas de un cuento con un rompecabezas. Las mantuve en mi cabeza en Flores, en Liners, en Morón y mientras caminaba hacia la casa de mi madre. Escribí el cuento de un tirón, hasta las cinco de la mañana. “Jamás te lo voy a dar a leer, Abelardo”, pensé. Y: “qué mierda esto de conocer a un escritor”.
Le puse de título “Rojo”, por la furia, aunque cuando salió en Playa quemada se lo cambié por el más literario “Tatuaje de cartón”.
Sigo viendo a Abelardo, es un genio lindo, lo quiero mucho. Aunque no pueda decir, como otros escritores que conozco, que todo lo que sé lo aprendí de él.
(El cuento, en el suple de Verano de Página 12)