Fui a la Feria del Libro de Miami a presentar un libro. Había estado antes en esa ciudad, de paso; de chico había cenado una vez en Ocean Drive y me había bañado en el mar de la Beach. Pero ahora me quise quedar una semana para dibujar y sacar fotos en el Art Decó District, después de la mesa redonda que tan amablemente los de la Feria nos armaron al escritor boliviano Rodrigo Hasbrún y a mí. Alquilé un mini departamento por el que me pidieron un seguro, por las dudas de que rompiera algo. Cuando intenté abrir el primer cajón me quedé con la manija en la mano; corrí la cortina del baño y se cayó el barral, intenté colgar una toalla mojada del perchero y se despegó. Inmediatamente supe que iba a tener que pagar por todas esas cosas que ya estaban rotas, y alguien había colocado disimuladamente para no tener que hacerlo. Pensé en llamar al tipo: al barral le faltaban unos topes adhesivos en las puntas, se había sostenido de milagro. También pensé en interpretar correctamente ese milagro del habitante anterior y repetirlo, cuando llegara el día de irme. También pensé en arreglar todo silenciosamente. Se me rompieron más cosas de esas que ya estaban rotas, pero no voy a aburrirlos con una lista.
Una semana es demasiado tiempo para Miami, en alguna sobredosis de pizza de pepperoni uno empieza a creer que tiene que salir urgente a comprar cámaras y tabletas para poder subsistir sin enfermarse. En mitad de un bay site horrendo me dije, sorprendido, qué hago acá. Y salí corriendo para buscar un under que me hiciera creer que en este lugar existe algo parecido a la cultura que a veces se encuentra en Buenos Aires. No físico culturismo, no. Ni amrgaritas, ni mojitos, ni bikinis animal print con zapatos dorados. Algo distinto. Y lo encontré: el Miami Cinematheque dirigido por un americano amigable llamado Dana Keith, con la última de Lars Von Trier y una retrospectiva del finlandés Aki Kaurismäki. Y me acordé de Proa, de la Lugones. Automáticamente cambié el Hawaian Tropic por la oscuridad más absoluta.
EL QUE SE VA SIN PAGAR
El día que vi “Melancholia”, estaba seguro de que no iba a irme del departamento de Miami dejando todo roto. Soy del tipo de personas que con mucha facilidad rompe relaciones, proyectos, sociedades, viajes, carreras, pero nunca o casi nunca departamentos. Soy de los que construyen los hoteles; para demolerlos está Charly García. O estaba, en otro tiempo. Pensé que no iba a poder ver “Melancholia” en Buenos Aires, porque escuché que el distribuidor no había querido traerla a causa de las declaraciones Hitler friendly de Trier. Me amargué por muchas razones cuando leí lo que el director había dicho. Incluso por la razón lateral que me llevaría a ver la peli fuera del cine, hurgando en Internet. Ya había visto la anterior así, “Anticristo”, con el horror adicional (la peli es medio de terror) de estar doblada al gallego. Cosas que pasan en la web.
“Melancholia” es una obra resuelta en dos partes. La primera es de esas genialidades a las que el Dogma nos había acostumbrado. Hay una novia que no quiere casarse, hay una boda. Novio y novia entran juntos y tarde a la fastuosa recepción. Parecen felices, pero no. Se irán solos a la mañana, cuando todo acabe. En la misma noche la novia se viste y se desviste, ignora a su prometido, baila, se baña, se garcha un pibe, putea a su jefe, se caga en su hermana y mea en el jardín. Y no se casa. Tiene una razón para todo, pero es mística, o al menos así parece.
En la segunda parte la chica vuelve a la casa. Está enferma, casi no come ni puede tenerse en pie: la depresión la ha ganado. Al mismo tiempo Lars nos confirma la mística. Un planeta llamado Melancholia viene hacia la Tierra para chocarla y destruirla. La peli se va convirtiendo en una de clase B, hasta terminar con la total desaparición del mundo, con esqueletos quemados a lo “Terminator 2” y luz cegadora. Se encendió hasta la sala. Trier lo hizo de nuevo, pensé. Hay veces que rompe a los malos, como en “Dogville”, otras que rompe a la gilada, como en “Los idiotas”, y otras que rompe a los buenos, como en “Bailarina en la Oscuridad”. Pero siempre rompe algo. Rompe a su propio educador en “Cinco Obstrucciones”. A la humanidad en “Melancholia”. Me hizo reír.
A Dana no le dio risa la película. La vio como una metáfora de la melancolía: el que, por autodestruirse, destruye a los que lo rodean. Hablamos de eso a la salida, porque no hay cinemateca en el mundo sin presentaciones amables al principio, ni críticas encendidas a la salida. Le dije que le creería si habláramos de Buñuel, a propósito de un poster sobre “El perro andaluz” que había en una de las paredes. Alguien que puede romperlo todo en “El angel exterminador”, pero salir indemne. Lars von Trier es una máquina del suicidio. Si suspendía el final Billiken un minuto antes, le peli no iba a darle risa a nadie, y el exterminio estaba garantizado en las primeras imágenes, le dije. No tenía por qué hacer esa locura de comic en una peli que es dramática. No tenía por qué comprender a Hitler en público, cuando estoy seguro de que el danés no lo comprende ni en privado. Nadie que no sea un hijo de puta comprende a Hitler, y Lars Von Trier no puede ser un hijo de puta.
En “Anticristo”, le digo a Dana, Trier mantiene una tensión casi imposible de quebrar, salvo por algo que él mismo incluye deliberadamente. En mitad de una película de suspenso, violencia mal, mete una ardilla que habla. Re-Disney. La ardilla dice (en mi versión) algo así como “joder, tío, deste bosque no te sales entero”. No conozco quien no se ría con ese animalito parlante, lo escuchen en danés, en inglés o en gallego. Una putada que rompe todo un clima. ¿No tiene amigos el dinamarqués? No puedo creer que lo haga a propósito, pero no hay otra razón; todo lo demás que muestra es tan bueno que no puede no saber.
Volví a casa enojadísimo con Trier y con Dana. Me dije que Trier, como es católico, es de los que se van sin pagar, o pagando lo que quieren en la manga de la misa del domingo y esperando que igual les llegue el cielo. Los católicos, en realidad, pagan mediante un administrador, el cura. Es un garpe soslayado. Si el cura calculó mal el pago se le grita como al contador cuando se equivoca para mal con los números de la Afip.
Entré al departamento de alquiler y se salió la puerta. Pensé: Lars von Trier hubiera dado una Amex falsa, para irse sin pagar. Y hubiera destrozado el plasma a patadas.
ROMPE - PAGA
Kaurismäki, en cambio, es un tierno. La trilogía proletaria, que culmina con la joya “La chica de la fábrica de fósforos”, es la misma delicia. Dana proyecta “Lights in the Dusk“. Es una peli de esas de perdedores-ganadores a las que Aki nos tiene acostumbrados. Algo del estilo “El hombre sin pasado”, un poco menos buena. Aquí hay un tipo al que le va cada vez peor, lo cagan a palos, lo echan de los lugares, las minas lo traicionan, lo meten en cana. No puede tener otra conclusión que la peor de las muertes, pero a último momento sabe aceptar a quien lo quiere de veras, y reacciona positivamente al amor. La reacción cubre apenas unos fotogramas finales. Sabemos, también, que en su futuro estará la perra Laika, que él tanto ansiaba. La felicidad hecha cine.“La chica de la fábrica de fósforos” es la que más me gusta, le digo a Dana. A él también. Porque el personaje no se dulcifica ni se redime, sino que se venga. La venganza transforma a esa chica taradísima en alguien, aunque ahora sea un alguien asesina serial y deba ir presa. La prisión es la que la salva de la chatura: acaba siendo una envenenadora profesional, lo que para la ficción no es poco. Igual a Dana le gustan menos las películas del finlandés que las del danés, lo noto. Las debe encontrar demasiado románticas.
Trier y Kaurismäki son de países del norte. El Trier del principio, el de “Europa”, el de “El elemento del crimen”, cuando todavía pagaba lo que rompía, me digo, era protestante igual que el finlandés. Se volvió católico cuando dirigió “Contra viento y marea”, al mismo tiempo que se volvía interesantemente sádico. A esa peli, la primera de todas las que me encantan de él, le sobran solamente las campanas del final, pero bueno, eso es el catolicismo recién aprendido. Me imagino que tuvo que leer un catecismo para dar la primera comunión.
El protestante paga por todo lo que rompe. Lutero, el que fundó la Iglesia protestante, odiaba las indulgencias. Las indulgencias son las compras de perdones por cosas que se hicieron o se harán. Lutero decía que no, que por los pecados había que pagar en serio, no con plata, sino con castigos. Con Lutero no se puede zafar. La verdadera moneda es tu alma. Se paga con sufrimiento. Y acá, en esta vida. Los católicos pagarán allá, a donde después vayan, y mientras tanto vale ser un buen contribuyente. Para un sadomasoquista con guita como Trier, ser católico puede ser tanto más fácil. Y cuando pasa la manga del domingo puede hacerse el que mete una moneda, pero termina tirando una chapita oxidada, o un botón.
Cuando me voy del cine hay un sorteo de una cajita con pelis del finlandés, y me las gano con la entrada. La trilogía proletaria, de la que me falta ver “Ariel” (“Sombras en el paraíso” es la otra joya que conozco, porque la vi en el San Martín hace unos años). Kaurismäki, lo repito en voz alta, es de los que verdaderamente paga lo que rompe. Me derrito de alegría con mi cajita y, por los comentarios de la gente de Dana, noto que fraguaron el concurso para darle el premio al argentino caliente que improvisa teorías culturales con la religión. En spanglish del peor. Se ríen (de mí, obvio).
Me acuerdo de cuando era parte del cine club La Cripta, en la que sorteábamos libros, juguetes y videos. El primer día que fui me gané la nave de He-Man (todavía la tengo). Con el tiempo me di cuenta de que los organizadores fraguaban las rifas para fidelizar clientes. Me di cuenta, en realidad, el día en que sortearon un kit con jabón, champú, colonia, espuma de afeitar y Prestobarba. Algo inusual, siempre se rifaban cosas relativas al cine de terror, u objetos fetiches. Esa noche ganó el premio un linyera copado al que le encantaban las películas clase B como a nosotros, pero el verano le acrecentaba los olores.
Al bajar por la Avenida Collins compro un destornillador, un cutter, un pomo de la gotita y un pote de cemento de contacto. Mañana es mi último día en Miami y, entre una bajada al mar y un cambio de grabador (como un boludo compré un Sony digital sin ficha USB -¡con razón era tan barato! -¿pueden creer que todavía se sigan vendiendo estas antiguallas imposibles de conectar a una laptop?), voy a arreglar todo lo roto del departamento.
Aunque no lo haya roto yo, me digo.
Aunque yo sea ateo.