Podemos habitar un condominio entrando con
el auto hasta nuestro garaje, haciendo asados solamente para la familia,
regando los árboles propios, sin saludar a nadie. O podemos disfrutar la pileta
de todos, hacer gimnasia en el play room comunitario, festejando cumpleaños en
otras casas; compartiendo salidas, películas, distracciones con el barrio.
Saludando a los vecinos.
Normalmente estas duplicidades ocurren
hasta con las cosas más feas de la realidad. La basura, por ejemplo: ¿será un
inconveniente o una posibilidad, una
molestia o algo útil? A veces es una fuente de infección; en ocasiones, de
trabajo, de expresión. Podemos esconder, enterrar y quemar basura o
transformarla en energía y en materiales de construcción. Y exhibirla en un museo, convenientemente
combinada, armando objetos singulares. En esto va la mano del artista.
El condominio que vemos está habitado por
arquitectos que son amigos. Gente que se encuentra para dibujar, que se asocia
y respeta. Hoy se propusieron trabajar con desechos urbanos. Cada uno hizo la
suya, con cosas que encontraron tiradas, y armaron un relato conjunto que
nombra a Buenos Aires sin deletrear su nombre. No son construcciones
autistas, los siete participantes hablan
de lo que saben. Como lo que saben es la ciudad, lo que se ve es un consorcio
feliz. Urbano. Nuestro.
Las torres de Solsona son dos viejas que
salieron a barrer la vereda y dicen ¡oh!,
frente al satélite chatarra de Sábato, que les cae del cielo sin tocarlas,
apenas peinándole las escobas. La naturaleza nace en los árboles de la calle
Borghini y en el bosque habitado, intenso, de Frangella. El saltimbanqui de
Minond hace un giro en el aire con una silla como única compañía, partiendo
desde un cantero para zambullirse de lleno en el follaje. Lo circense después
se va a guardar con las esferas de colores en el placar de Testa, junto a las
pocas monedas que hayan recibido en los semáforos. Y el descanso del humano
llega, por fin, al living de Bedel, de
cortinas y alfombra negras, elegantes sillones desvencijados, whisky, tele y
pantuflas.
La ciudad sigue, pero afuera. La vemos
desde la ventana.