El chiste carioca dice que desde hace unos años a Don Oscar Niemeyer le gustan las mujeres mucho más jóvenes que él. Imaginesé: las que son quince años más jóvenes, ya tienen noventa. Cualquier vino, a Don Oscar, le sabe a Tempranillo, por añejo que sea. Su sabia voz en el video de Rosario parece la de un Tom Waits en portugués. Las palabras que dice, suaves y arrulladas, son todas felices. Es que la arquitectura, la decana de las artes, sirve para eso, para la felicidad. Y también, como la literatura o el cine, dotan al que las hace bien –Niemeyer es un ejemplo- del don de la longevidad, porque son actividades para ser eternos. Y si no se puede ser eterno, vamos a acercarle el bochín al infinito. Por nuestros pagos así lo creen el gran Clorindo Testa con sus ochenta y pico (que en cada nuevo proyecto demuestra más imaginación y juventud que cualquier nuevo egresado de la Facultad), o Mario Roberto Álvarez con sus noventa y algo (todos los días diseñando edificios en su oficina, bien temprano y de saco y corbata).
La arquitectura está en el mundo para que los arquitectos no se vayan.
UNA CIUDAD HECHA POR UNA SOLA PERSONA
Brasilia es como la Chandigarth de Le Corbusier. La vieja capital de Punjab, India, es el sitio del mundo que más obras concentra del maestro suizo. El casco político de Chandigarth fue levantado a pedido del Primer Ministro Nehru, después de la independencia, para demostrar el espíritu pujante de la nueva nación. De modernidad estamos hablando: tanto Le Corbusier como Oscar Niemeyer o Lucio Costa (autor del plano general de Brasilia) fueron parte del Movimiento Moderno, lo mejor que le ha pasado a la historia de la arquitectura contemporánea.
Los modernos eran unos fundamentalistas a rabiar, unos fanáticos panfletarios. Por un lado tenían convicciones sociales que bajaban la arquitectura a todos los estratos, siendo los primeros profesionales en ocuparse de la vivienda popular. Estaban en un marco de posguerra, había que reconstruir ciudades enteras, sus discursos hablaban de viviendas para todos. Por otro lado se inventaron lemas que casi nunca funcionaron, y fueron verificados a prueba y error. La casa como una máquina de habitar era uno. Una casa en la que una señora tenía que poder cocinar un huevo frito en un minuto, sin tiempo que perder. No importaba que la señora quisiera cocinar por placer, lo fundamental era la eficacia en el espacio mínimo posible.
Habitar, circular, recrear y trabajar, otro slogan, esta vez para el diseño de ciudades. Un poco más nocivo que el anterior, porque su no verificación podía implicar el fracaso de una metrópolis completa. La idea consistía en dividir en tres partes a las ciudades, una solamente para vivir, otra solamente para oficinas, la última solamente para comercios. Las partes estaban unidas por carreteras y autopistas. Nada podía mezclarse. Para vivir ahí había que tener una gran organización personal: que se acabaran los puchos en medio de la noche significaba viajar kilómetros para conseguir un atado.
El joven Lucio Costa gana el concurso del Plan Piloto para la nueva capital de Brasil, lanzado por el presidente Juscelino Kubitschek, con el objeto de levantar una ciudad desde cero en una zona desértica del país. Era un territorio gigante en el que había solamente cactus rastreros. Costa le dio al plano la apariencia de un pájaro, como símbolo de la libertad, y llamó a sus cuatro grupos conceptuales residencial, gregario, bucólico y monumental. Invitó a Niemeyer, su maestro, a diseñar los edificios. A diferencia de Le Corbusier en Chandigarth, Niemeyer no diseñó solamente los dos o tres principales: hizo todos. El Congreso Nacional, la Explanada de los Ministerios, los Palacios de Justicia, de la Alborada, de Itamaraty y del Planalto; la Catedral, la Universidad, el Teatro Nacional, el Santuario Don Bosco, el Memorial. Las Igrejinhas disparadas por ahí, las Supermanzanas, las plazas, las autopistas, los comercios.
Y quedó lo que dije en el título: una ciudad hecha por una sola persona. Distinta a todas las ciudades que conocemos. Onírica. Monstruo y diamante.
EL PRIMER REDONDEL: LA CATEDRAL METROPOLITANA
Yo les digo redondeles, como le dicen los niños. Porque la obra de Oscar Niemeyer recurre muchas veces al círculo y como es una arquitectura gestual, absolutamente sin ornamento y de líneas claras, parece que la hubiera podido diseñar un niño. De hecho, los croquis iniciales de casi todos sus edificios son apenas garabatos en un papel.
La Catedral Metropolitana es una obra de 1958, y es una de las primeras construcciones de Brasilia. Es una catedral hecha por un ateo. Como la capilla de peregrinación de Rongchamp de Le Corbusier o La Sagrada Familia de Gaudí. Los ateos son los únicos que han captado espacialmente la idea de Dios después de la arquitectura gótica. Cuando hubo que bajarle la escala a la cosa para amarretear materiales, los únicos que lo lograron con diseño fueron los no creyentes.
Acá el redondel está debajo de la tierra. La catedral tiene una planta circular desde la que se elevan dieciséis costillas de hormigón armado. Los paneles verticales entre costillas son unos vitraux inmensos que imitan el cielo. En algún momento del pasado fueron simplemente vidrios transparentes que dejaban ver el cielo real.
En Brasilia, Niemeyer se dio una panzada de experimentos sonoros. Las construcciones amplifican naturalmente la voz, crean ecos divertidos o recortes inusitados de sonido. Las formas juegan con nuestras conversaciones: cada edificio tiene una búsqueda diferente para sorprendernos. En la Catedral, el anillo de tracción inferior que sostiene las costillas es un túnel de voz. Tiene un asiento para acomodarnos; apoyamos la cabeza hacia atrás en el túnel, apuntamos hacia la izquierda, decimos hola, y luego de varios segundos el hola nos vuelve clarito desde la derecha. La palabra dio toda la vuelta en el anillo. El delay fue su tiempo de trayecto.
La Catedral no tiene una puerta visible. Hay que entrar de lejos, a una especie de manga subterránea. Entonces podemos siempre observarla en su magnífica magnitud, con la perspectiva adecuada. Eso pasa muchas veces en Brasilia, los edificios están alejados por piletas, lagos, o explanadas imposibles de transitar. La presencia del agua se debe sobre todo a que es un lugar de sequía; pero bien que le sirvió a Niemeyer para tenernos lejos, contemplando sus obras casi con la síntesis de sus croquicitos. Además, estos modernos fueron grandes publicistas: entrar desde abajo a una iglesia es un efectazo. Después de eso, solamente queremos empezar a creer en Dios. Diga que uno cuando sale se olvida, por suerte.
SEGUNDO REDONDEL: EL MUSEO DE ARTE CONTEMPORÁNEO DE NITERÓI
Si en el ejemplo anterior el círculo estaba enterrado, este segundo redondel flota en el aire. Tiene al aspecto de un plato volador de cine clase B. Se ve desde cualquier parte del recorrido por la bahía de Guanabara. Como pasa con su hermana religiosa, el círculo forma la planta del museo.
Entrar al MAC de Niterói es otra experiencia mágica. ¿Qué más le podemos pedir a un edificio que nos trasporte a una dimensión diferente, que nos quite de lo cotidiano, de la obra común? Los diseños de Oscar Niemeyer nos diluyen como lo hace la buena literatura, nos hacen desaparecer del lugar en que estamos y salir en otro lado. Nos manipulan a la manera de Borges, de Bach, de Tarkovsky. Están llenos de sensaciones por cumplir. Queremos estar ahí adentro para saber qué nos va a pasar en el viaje.
Porque el exterior del MAC es extraño y tentador, pero el interior no tiene igual. Si la Catedral era una sorpresa, el MAC es un sorpresón. Adentro uno pierde los límites de la caja espacial, por más arquitecto que sea. En cada centímetro de su recorrido se vive el extraviarse pero, al mismo tiempo, la ubicación. Por empezar, no tiene ángulos: es un edificio blando, suave. Si uno se acuesta cerca del perímetro, en uno de los asientos, y se distrae mirando techo y piso, pierde la noción de equilibrio. No se sabe qué es arriba o abajo, y las dimensiones de los espacios pueden ser intercambiables. Recorrer este edificio debe ser lo más parecido a flotar. Y, lo mejor de todo: consigue esas sensaciones con uno o dos conceptos, con unas ideítas que pueden contenerse apenas en un croquis de tinta dibujado en un boleto de colectivo. No necesita, como Frank Ghery del Guggenheim de Bilbao o la Zaha Hadid, de cientos de miles de mecanismos: esto es simple, la misma sencillez.
Cuando estuve en Niterói me di cuenta de que no sólo en Brasilia Niemayer juega con los sonidos. El teatrito, que se presenta ni bien uno baja del puente, tiene acústica natural, con una única curva de hormigón. Y este museo realiza una comprobación sobre el silencio centrífugo: cuanto más nos alejamos del centro, más callado está todo.
El MAC es una nave surcando una galaxia nueva. Las únicas cosas que lo atan a la Tierra son la pasarela de subida y las obras de artes, a veces.
ÚLTIMO REDONDEL: EL PUERTO DE LA MÚSICA PARA ROSARIO
Rosario es una ciudad con un río. ¿Adonde iba a poner su último redondel? Ya probó en la tierra, ya probó en el aire. ¡En el agua, obvio! Por eso es un puerto, y no un simple teatro de conciertos. Y acá no hace una circunferencia para resolver solamente la planta: el alzado de este teatro flotante también está realizado por sectores circulares, como si su corte longitudinal quisiera también ser redondel. La punta de un iceberg rosarino con las salas de teatro más sensuales de toda Latinoamérica.
Sensuales no solamente son las formas con las que Niemeyer trabaja, sino las palabras que elige para describirlas. Dice “dulce”, dice “bonito”. Se solaza en esta frase política de actualidad: “América latina se está protegiendo”. Se divierte al describir su hacer: “Lo que caracteriza a una obra de arte es la emoción”. Para el Niemeyer centenario los exteriores son blancos, inmaculados. Pero los interiores son rojos como el borgoña.
Cuando se pone serio para justificar sus cáscaras extendidas como la piel de un globo, nos dice que están estrictamente referidas a la acústica, lugar al que ya no acude para jugar, sino para ser eficiente. Su Puerto de la Música está formulado en dos curvas distintas: una es para responder a los sonidos de la sala, otra para los de la escena.
Se pone más serio aún para referirnos que su obra no está hecha para los que solamente tienen dinero. También es para los pobres. Quiere “garantizar que el espectáculo no se limite solo a los que están en la platea, sino que además alcance a los de afuera, a las veinte o treinta mil personas que no hayan podido abonar la entrada”. Para eso abrió un portón levadizo detrás del escenario, y dispuso una plaza para las muchedumbres populares, ávidas de cultura.
La Catedral es un diseño de juventud, el Museo una obra de la madurez y el Puerto un gesto de su sabia ancianidad. Tres redondeles que marcan la vida entera de un arquitecto genial que apoya uno de los pilares de su obra en la creatividad, pero otro en el optimismo.
Una vez le preguntaron a Keith Richards, el guitarrista de los Rolling Stones, si sabía de dónde venían sus canciones. Keith contestó: “Si lo supiera, viviría allí”. Como si la creatividad fuese una ciudad, la más hermosa. Da la impresión de que Niemeyer vive en ese mundo feliz de donde salen las canciones, los libros, los proyectos.
La ciudad del deseo.
Publicado en el número 1 de la Revista Cultural del Mercosur de Reynaldo Sietecase y Osvaldo Aguirre.
La arquitectura está en el mundo para que los arquitectos no se vayan.
UNA CIUDAD HECHA POR UNA SOLA PERSONA
Brasilia es como la Chandigarth de Le Corbusier. La vieja capital de Punjab, India, es el sitio del mundo que más obras concentra del maestro suizo. El casco político de Chandigarth fue levantado a pedido del Primer Ministro Nehru, después de la independencia, para demostrar el espíritu pujante de la nueva nación. De modernidad estamos hablando: tanto Le Corbusier como Oscar Niemeyer o Lucio Costa (autor del plano general de Brasilia) fueron parte del Movimiento Moderno, lo mejor que le ha pasado a la historia de la arquitectura contemporánea.
Los modernos eran unos fundamentalistas a rabiar, unos fanáticos panfletarios. Por un lado tenían convicciones sociales que bajaban la arquitectura a todos los estratos, siendo los primeros profesionales en ocuparse de la vivienda popular. Estaban en un marco de posguerra, había que reconstruir ciudades enteras, sus discursos hablaban de viviendas para todos. Por otro lado se inventaron lemas que casi nunca funcionaron, y fueron verificados a prueba y error. La casa como una máquina de habitar era uno. Una casa en la que una señora tenía que poder cocinar un huevo frito en un minuto, sin tiempo que perder. No importaba que la señora quisiera cocinar por placer, lo fundamental era la eficacia en el espacio mínimo posible.
Habitar, circular, recrear y trabajar, otro slogan, esta vez para el diseño de ciudades. Un poco más nocivo que el anterior, porque su no verificación podía implicar el fracaso de una metrópolis completa. La idea consistía en dividir en tres partes a las ciudades, una solamente para vivir, otra solamente para oficinas, la última solamente para comercios. Las partes estaban unidas por carreteras y autopistas. Nada podía mezclarse. Para vivir ahí había que tener una gran organización personal: que se acabaran los puchos en medio de la noche significaba viajar kilómetros para conseguir un atado.
El joven Lucio Costa gana el concurso del Plan Piloto para la nueva capital de Brasil, lanzado por el presidente Juscelino Kubitschek, con el objeto de levantar una ciudad desde cero en una zona desértica del país. Era un territorio gigante en el que había solamente cactus rastreros. Costa le dio al plano la apariencia de un pájaro, como símbolo de la libertad, y llamó a sus cuatro grupos conceptuales residencial, gregario, bucólico y monumental. Invitó a Niemeyer, su maestro, a diseñar los edificios. A diferencia de Le Corbusier en Chandigarth, Niemeyer no diseñó solamente los dos o tres principales: hizo todos. El Congreso Nacional, la Explanada de los Ministerios, los Palacios de Justicia, de la Alborada, de Itamaraty y del Planalto; la Catedral, la Universidad, el Teatro Nacional, el Santuario Don Bosco, el Memorial. Las Igrejinhas disparadas por ahí, las Supermanzanas, las plazas, las autopistas, los comercios.
Y quedó lo que dije en el título: una ciudad hecha por una sola persona. Distinta a todas las ciudades que conocemos. Onírica. Monstruo y diamante.
EL PRIMER REDONDEL: LA CATEDRAL METROPOLITANA
Yo les digo redondeles, como le dicen los niños. Porque la obra de Oscar Niemeyer recurre muchas veces al círculo y como es una arquitectura gestual, absolutamente sin ornamento y de líneas claras, parece que la hubiera podido diseñar un niño. De hecho, los croquis iniciales de casi todos sus edificios son apenas garabatos en un papel.
La Catedral Metropolitana es una obra de 1958, y es una de las primeras construcciones de Brasilia. Es una catedral hecha por un ateo. Como la capilla de peregrinación de Rongchamp de Le Corbusier o La Sagrada Familia de Gaudí. Los ateos son los únicos que han captado espacialmente la idea de Dios después de la arquitectura gótica. Cuando hubo que bajarle la escala a la cosa para amarretear materiales, los únicos que lo lograron con diseño fueron los no creyentes.
Acá el redondel está debajo de la tierra. La catedral tiene una planta circular desde la que se elevan dieciséis costillas de hormigón armado. Los paneles verticales entre costillas son unos vitraux inmensos que imitan el cielo. En algún momento del pasado fueron simplemente vidrios transparentes que dejaban ver el cielo real.
En Brasilia, Niemeyer se dio una panzada de experimentos sonoros. Las construcciones amplifican naturalmente la voz, crean ecos divertidos o recortes inusitados de sonido. Las formas juegan con nuestras conversaciones: cada edificio tiene una búsqueda diferente para sorprendernos. En la Catedral, el anillo de tracción inferior que sostiene las costillas es un túnel de voz. Tiene un asiento para acomodarnos; apoyamos la cabeza hacia atrás en el túnel, apuntamos hacia la izquierda, decimos hola, y luego de varios segundos el hola nos vuelve clarito desde la derecha. La palabra dio toda la vuelta en el anillo. El delay fue su tiempo de trayecto.
La Catedral no tiene una puerta visible. Hay que entrar de lejos, a una especie de manga subterránea. Entonces podemos siempre observarla en su magnífica magnitud, con la perspectiva adecuada. Eso pasa muchas veces en Brasilia, los edificios están alejados por piletas, lagos, o explanadas imposibles de transitar. La presencia del agua se debe sobre todo a que es un lugar de sequía; pero bien que le sirvió a Niemeyer para tenernos lejos, contemplando sus obras casi con la síntesis de sus croquicitos. Además, estos modernos fueron grandes publicistas: entrar desde abajo a una iglesia es un efectazo. Después de eso, solamente queremos empezar a creer en Dios. Diga que uno cuando sale se olvida, por suerte.
SEGUNDO REDONDEL: EL MUSEO DE ARTE CONTEMPORÁNEO DE NITERÓI
Si en el ejemplo anterior el círculo estaba enterrado, este segundo redondel flota en el aire. Tiene al aspecto de un plato volador de cine clase B. Se ve desde cualquier parte del recorrido por la bahía de Guanabara. Como pasa con su hermana religiosa, el círculo forma la planta del museo.
Entrar al MAC de Niterói es otra experiencia mágica. ¿Qué más le podemos pedir a un edificio que nos trasporte a una dimensión diferente, que nos quite de lo cotidiano, de la obra común? Los diseños de Oscar Niemeyer nos diluyen como lo hace la buena literatura, nos hacen desaparecer del lugar en que estamos y salir en otro lado. Nos manipulan a la manera de Borges, de Bach, de Tarkovsky. Están llenos de sensaciones por cumplir. Queremos estar ahí adentro para saber qué nos va a pasar en el viaje.
Porque el exterior del MAC es extraño y tentador, pero el interior no tiene igual. Si la Catedral era una sorpresa, el MAC es un sorpresón. Adentro uno pierde los límites de la caja espacial, por más arquitecto que sea. En cada centímetro de su recorrido se vive el extraviarse pero, al mismo tiempo, la ubicación. Por empezar, no tiene ángulos: es un edificio blando, suave. Si uno se acuesta cerca del perímetro, en uno de los asientos, y se distrae mirando techo y piso, pierde la noción de equilibrio. No se sabe qué es arriba o abajo, y las dimensiones de los espacios pueden ser intercambiables. Recorrer este edificio debe ser lo más parecido a flotar. Y, lo mejor de todo: consigue esas sensaciones con uno o dos conceptos, con unas ideítas que pueden contenerse apenas en un croquis de tinta dibujado en un boleto de colectivo. No necesita, como Frank Ghery del Guggenheim de Bilbao o la Zaha Hadid, de cientos de miles de mecanismos: esto es simple, la misma sencillez.
Cuando estuve en Niterói me di cuenta de que no sólo en Brasilia Niemayer juega con los sonidos. El teatrito, que se presenta ni bien uno baja del puente, tiene acústica natural, con una única curva de hormigón. Y este museo realiza una comprobación sobre el silencio centrífugo: cuanto más nos alejamos del centro, más callado está todo.
El MAC es una nave surcando una galaxia nueva. Las únicas cosas que lo atan a la Tierra son la pasarela de subida y las obras de artes, a veces.
ÚLTIMO REDONDEL: EL PUERTO DE LA MÚSICA PARA ROSARIO
Rosario es una ciudad con un río. ¿Adonde iba a poner su último redondel? Ya probó en la tierra, ya probó en el aire. ¡En el agua, obvio! Por eso es un puerto, y no un simple teatro de conciertos. Y acá no hace una circunferencia para resolver solamente la planta: el alzado de este teatro flotante también está realizado por sectores circulares, como si su corte longitudinal quisiera también ser redondel. La punta de un iceberg rosarino con las salas de teatro más sensuales de toda Latinoamérica.
Sensuales no solamente son las formas con las que Niemeyer trabaja, sino las palabras que elige para describirlas. Dice “dulce”, dice “bonito”. Se solaza en esta frase política de actualidad: “América latina se está protegiendo”. Se divierte al describir su hacer: “Lo que caracteriza a una obra de arte es la emoción”. Para el Niemeyer centenario los exteriores son blancos, inmaculados. Pero los interiores son rojos como el borgoña.
Cuando se pone serio para justificar sus cáscaras extendidas como la piel de un globo, nos dice que están estrictamente referidas a la acústica, lugar al que ya no acude para jugar, sino para ser eficiente. Su Puerto de la Música está formulado en dos curvas distintas: una es para responder a los sonidos de la sala, otra para los de la escena.
Se pone más serio aún para referirnos que su obra no está hecha para los que solamente tienen dinero. También es para los pobres. Quiere “garantizar que el espectáculo no se limite solo a los que están en la platea, sino que además alcance a los de afuera, a las veinte o treinta mil personas que no hayan podido abonar la entrada”. Para eso abrió un portón levadizo detrás del escenario, y dispuso una plaza para las muchedumbres populares, ávidas de cultura.
La Catedral es un diseño de juventud, el Museo una obra de la madurez y el Puerto un gesto de su sabia ancianidad. Tres redondeles que marcan la vida entera de un arquitecto genial que apoya uno de los pilares de su obra en la creatividad, pero otro en el optimismo.
Una vez le preguntaron a Keith Richards, el guitarrista de los Rolling Stones, si sabía de dónde venían sus canciones. Keith contestó: “Si lo supiera, viviría allí”. Como si la creatividad fuese una ciudad, la más hermosa. Da la impresión de que Niemeyer vive en ese mundo feliz de donde salen las canciones, los libros, los proyectos.
La ciudad del deseo.
Publicado en el número 1 de la Revista Cultural del Mercosur de Reynaldo Sietecase y Osvaldo Aguirre.
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