1.4.11

LA OTRA PLAYA EN SAN CLEMENTE / QUINTÍN ANDA CERCA...

"No lo conozco, pero me cae bien Gustavo Nielsen. Creo que por algún intercambio que tuvimos en el blog (no me acuerdo exactamente) pero también porque le hizo juicio a Piglia y a la editorial por aquel concurso amañado de Planeta en 1998 (y lo ganó). ¡Cuánto hace de eso! Así que cuando Nielsen ganó el premio Clarín de novela 2010 con La otra playa, le escribí para pedirle que me mande el libro, cosa que hizo diligentemente. Hace unos años compré varios libros de Nielsen, pero hasta ahora no había leído ni siquiera un cuento suyo. Es peligroso pedir un libro en esas condiciones (y más si es un premio Clarín, categoría con la que no he tenido demasiada suerte), pero decidí arriesgarme porque el autor parece tener buena onda. Vamos a ver si la presunción se ratifica cuando lea esta reseña. La otra playa empieza con dos parejas de treinta o cuarentañeros (Antonio y Marta, Sara y Zopi) mirando diapositivas de las vacaciones, una costumbre que junto con detalles como los modelos de los autos y la tecnología fotográfica, ubica la narración en un momento impreciso que no debería pasar de los ochenta. (Cada vez que leo una novela me propongo subrayar cualquier referencia geográfica o temporal, pero después me olvido, por lo cual es posible que se me haya pasado algún dato más preciso). Las diapositivas no son de ellos, sino de una tercera pareja desconocida: Sara las compró por curiosidad. Aquí hay una primera situación que uno podría llamar geométrica: los personajes indagan en la vida de esos desconocidos, imaginan que en la sucesión de imágenes hay un relato, mientras que el autor hace lo mismo con ellos a lo largo de las páginas: trata de llenar los huecos de la historia y les atribuye una vida. Se podrá decir que esos personajes no existen y, sobre todo, que no tienen otras características que las que el narrador se digna atribuirles. Pero, sin embargo, la completitud de la pareja de las diapositivas —a pesar de ser tan ficticia como sus espectadores— no deja dudas en nuestro imaginario: tiene la existencia perfecta aunque misteriosa de las fotos viejas. Esas escenas de Cacho y la Tía Alicia (así han bautizado a la pareja) hacen indiscutible su estatuto de personajes, imposible de falsear o dejar inacabado aunque no vayamos a saber más de ellos (lo que de hecho sucede). Así, la pareja de las diapositivas cumple con la tarea de darle solidez a las otras dos parejas que la contemplan desde el living y, cumplida su tarea, se retiran. Pero no sin antes esbozar una paradoja y dejar sembrada la inquietud sobre el carácter fantasmal de toda existencia, incluso la ficcional. Después de este prólogo, la novela (que no deja de deparar sorpresas hasta el final, como dice el jurado Cozarinsky en la contratapa) transita por un rato en cierto territorio costumbrista. Así se ocupa de los padeceres domésticos de Antonio, un fotógrafo que no se lleva del todo bien con su mujer Marta y su hija Victoria. Precisemos. Se lleva muy bien en la cama con Marta, pero tiene una especie de bloqueo afectivo, como si estuviera ausente. Es un indicio de la sensación de fantasmalidad de Antonio, pero tiene un costado demasiado fácil: el lector se tranquiliza al saber que todo anda bien sexualmente y que los desajustes ocurren en un plano que no es ni siquiera psicológico sino, por así decirlo, metafísico. Es decir, nada inquietante. Pero Nielsen no está interesado en contar la intimidad de esa pareja —que como todas las relaciones del libro queda atrapada en lo convencional— sino que utiliza su estatuto de gente absolutamente ordinaria, de una clase media canónica de la literatura argentina, para habilitar el aspecto fantástico de la novela. Inquieto, apesadumbrado, Antonio sale a la calle con su cámara y descubre a una mujer joven por la que se siente irresistiblemente atraído. No queda claro si la atracción es sexual, algo que Marta y Victoria dan rencorosamente por descontado sin que Antonio haya intercambiado una palabra con la chica y sin que él mismo reconozca la naturaleza de su sentimiento. Por alguna razón, supone que se llama Lorena. Aparece entonces un segundo plano de la novela, una realidad paralela a la anterior. La relación exacta entre esos mundos es un secreto que se develará al final del libro. Ambas realidades se parecen pero se distinguen, ante todo, porque en la primera se toma Bidú y en la segunda Coca-Cola. En el mundo Coca-Cola, Lorena es una fotógrafa que sale con Gustavo, un escritor de novelas de fantasmas. El padre de Lorena —un hombre que podría ser el Antonio del mundo Bidú— le tomó unas fotos que podrían ser las que Antonio hizo de la chica. Antonio Bidú podría ser también el padre de la Lorena Coca-Cola. Nielsen pone así en juego su segunda batería de espejos, que incluyen los reflejos de sí mismo en el otro Gustavo y hasta la de los libros de ese Gustavo, en particular El espíritu del laboratorio que narra la misma historia de La otra playa, pero con un final gore. Ni La otra playa ni los libros de Gustavo tienen capítulo 13. Supongo que a esta altura de la reseña no he logrado generar en el lector demasiado entusiasmo. Es posible que eso se deba a mi propia falta de entusiasmo. Sin embargo, leí La otra playa con placer y sin que la ingeniosa intriga me llevara de las narices, con la consiguiente sensación de frustración al develarse. No, Nielsen juega en un territorio más ancho que el del argumento. La novela es más bien un juego formal de dobles y paralelismos acechados por toda suerte de fantasmas y anclado en la cuidada precisión de los detalles realistas, por ejemplo en las cuestiones técnicas de la fotografía. ¿Alcanza para darle vida al libro? Sí y no. Por el lado del no, en La otra playa termina habiendo hay algo de angelismo, de ese sentimiento esotérico y tranquilizador de que alguien vela por nosotros en alguna parte. El de los ángeles no es un género muy distinguido, acaso tan poco como las novelas de fantasmas que escribe el Gustavo de ficción. Pero hay algo más complicado y eso le da al libro un toque siniestro, inquietante: el único aspecto verdaderamente terrorífico en una trama en la que todos los personajes viven asustados. Volvamos al principio. Cuatro personajes miran las diapositivas que ha dejado una pareja desconocida y sobre ellos formulan conjeturas. El narrador hace lo mismo con sus personajes: los espía y acerca la lente para ver lo que descubre de ellos. Pero si se prolonga la analogía, se puede decir que el lector observa al narrador y trata de ver lo que el relato pasa por alto. Y así, nos termina llamando la atención la ambigüedad del amor filial que Nielsen describe, nos sorprenden las connotaciones sexuales de ese amor. Por un lado, en la extraña relación de Antonio con Lorena Bidú (que en el mundo Coca-Cola es la amante de Gustavo, el doble de Nielsen). Pero esa dualidad se hace más llamativa, más sintomática en un momento del libro en el que Victoria, la hija de Antonio con Marta, se enoja con él cuando este sale a buscar nuevamente a la misteriosa Lorena. Y se enoja en estos términos: —¿Y si es como yo, qué? Victoria se había quitado la remera y se estaba desprendiendo el corpiño. Soltó las manos en su espalda. El corpiño cayó. —¿Y si tiene unas tetitas así, qué, viejo cobarde? Marta irrumpió en el cuarto para cubrirla… Esta escena, en la que la relación sexual entre padre e hija se insinúa con más fuerza, es acaso el núcleo de La otra playa y el testimonio de que un libro lleno de reflejos, formas abstractas y buenas maneras tiene como orden subyacente al incesto, la exacta contracara del angelismo y de la protección filial que constituyen su superficie. Y ese tal vez sea el horror al que libro alude todo el tiempo sin atreverse a nombrar. Pero no puedo llegar más lejos con La otra playa: me resulta un objeto literario brumoso, inasible más allá de su corrección profesional y su estilo amable." (La lectora provisoria).

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