22.2.11

PÓSTUMOS / DANIEL MASSEI


"Me fascinan algunos mecanismos, no puedo negarlo. Puedo pasar horas de mi vida observando un objeto mecánico. ¿Qué hace que un engranaje mueva a otro o que una complicada sucesión de resortes pongan en marcha un objeto hasta ahí absolutamente inanimado? Es algo que se me escapa. La fascinación no es más que fascinación: un sujeto que con la boca abierta no puede dejar de disfrutar la negación de su propia incredulidad.

Así las cosas, pasé muchas horas frente a instrumentos manipulados por la mano del hombre, descubiertos alguna vez y fabricados en serie alguna otra y llegué a algunas conclusiones que con el permiso de todos ustedes, voy a intentar relatar: a un mecanismo lo continúa otro, siempre. Y eso mismo es lo que conformó, con luces y sombras la sociedad de mierda que a todas luces tenemos. Desde la revolución industrial se sabe que las fábricas echan humo por sus chimeneas y envenenan el ambiente que todos respiramos. Pero no sólo eso, también se sabe que generan obreros, esa categoría de nosotros mismos que son casi el peor destino al que se puede asociar la vida humana. O era, porque para un obrero siempre existirá el fantasma de la desocupación para recordarle que su vida podría ser aún peor y obligarlo a enfrentar con buena cara al capataz que llega borracho e intratable cada puta mañana. ¿Qué hace un obrero u operario en una fábrica? Salvo contadas excepciones repite un mecanismo preciso y eso lo transforma a él en un engranaje de una línea de producción, al mismo tiempo que transforma al objeto que manipula en un engranaje de un mecanismo final cuyo destino, casi con seguridad, estará en la góndola de un supermercado o algo medianamente similar. Es decir que pasará a integrar otro engranaje y etc., etc. y casi toda la historia de la humanidad puede ser descripta como la reiteración mecánica e infinita de ciertos sistemas y mecanismos que derivaron por orden del progreso y la superación tecnológica en siempre más o menos lo mismo. Hasta que el error, la equivocación o el imprevisto, lo transformaron en algo de signo diverso.

Sé que se me entiende a medias hasta aquí. Déjenme intentar una explicación y veamos si logro clarificar. Hay objetos preciosos, donde la mecánica llegó a un punto de extrema sencillez y perfección. Tan perfectos resultaron al cabo del tiempo que nadie pudo superarlos y, de algún modo, la gente (o la competencia que también está conformada por gente) se aplicó fielmente a copiarlo. Milimétricamente, parte por parte, detalle por detalle. El error, lo inexplicable frente a esto y también lo injusto, es que algunas de esas copias llegaron no sólo a equiparar al objeto original sino también a superarlo. No siempre, pero sucedió y lo que sucedió justo después, es que el éxito de la copia la mayoría de las veces obligó a bajar el precio del objeto en cuestión.

Me explico con ejemplos, mejor.

La Smith & Wesson es la Smith & Wesson. Desde la revolución industrial para acá, su nombre suena a estruendo y a pólvora quemada. Me detengo en el revólver, observo su caño, su percutor, su gatillo, las cachas de goma. A diferencia del neófito, quienes conocemos algo de armas, además de poder recitar los nombres de cada minúscula parte del mecanismo, resistimos la compulsión a disparar sin balas. Por cada vez que el percutor golpea al vacío, lo sabemos, el arma pierde precisión. La Smith & Wesson, logró además imponer al revólver ese sistema donde un tambor permite seis disparos, como el arma del FBI o de los departamentos de policía de los Estados Unidos. Gracias a esa estrategia comercial, el revólver no se convirtió en un artefacto en desuso únicamente apto para filmar buenos contra malos en algún western decadente. Pero el revólver, en sí el revólver, tiene más méritos de los que aparenta: es un mecanismo de precisión absoluta, infinitamente más complejo que un reloj cuyo único motivo, perfecto motivo, es el de acabar con un cuerpo frágil. La difícil sociabilidad entre los seres humanos no sólo nos proveyó de profesiones abyectas como la diplomacia, sino que también nos generó el arma para que le pongamos punto final a cualquier entredicho. Hay que atreverse a usar un arma, nunca es fácil. Determinados mecanismos en nuestra más íntima soledad tienen que ponerse en marcha, no es tan simple.

Una empresa brasileña, Taurus, estudió cada resorte, cada alvéola de la Smith & Wesson. Tenía en la mira una única estrategia, hacer lo mismo pero venderlo a precio más económico. El acero de los brasileños era, si bien de calidad bastante menor, bastante más barato. Logró una copia, simple y vulgar copia. Jamás un revólver Taurus podría ser comparado a un original Smith & Wesson, de no haber mediado un imprevisto. Los revólveres tienen distintos formatos, se cuenta sobre todo el calibre y las pulgadas de su caño, a mayor cantidad de pulgadas mayor incomodidad de transporte pero mayor precisión en el disparo, es razonable. La empresa americana privilegió desde siempre sus caños cortos, los de dos y tres pulgadas porque son aquellos que se pueden esconder en una sobaquera o en una tobillera, tal cual vemos en las películas sobre agentes del FBI. Los ingenieros de Taurus y quienes nos apasionamos por el tiro como práctica deportiva descubrimos la misma rareza, al mismo tiempo. Los revólveres de seis pulgadas de Taurus alcanzaban una concentración de disparos mucho mayor a distancias superiores a los 25 metros que sus pares norteamericanos. ¿Por qué? No se sabe. Pero se cree que la menor calidad del acero redunda en un menor peso en el arma. Así, el mismo sujeto, con un arma cara o con su símil barata, consigue un 15 % de mayor puntería con poco esfuerzo. Siempre existe la posibilidad del imprevisto.

Y así como existe la posibilidad del imprevisto, existe también la posibilidad de prever todo, todo, todo e intentar mejorar aún lo inmejorable. Preguntarle sino a los ingenieros de Yamaha que consiguieron superar al saxo que se consideraba insuperable; el Selmer París. Lo de París es una redundancia, el Selmer siempre fue parisino pero desde que Selmer dejó de ser el apellido de un luthier y se transformó en una empresa, decidió abrir planta en USA la capital del jazz y vender allí su producto máximo. El Selmer USA no lo usa casi nadie, no se entiende tampoco por qué pero se parece en todo al que se fabrica en París menos en el sonido. En cambio, los Yamaha se hicieron un lugar en el mercado y no sólo porque son más económicos. Muchos saxofonistas alternan las marcas, consideran que el Yamaha es mejor para ejecutar ciertos estándares de jazz, garantiza una mayor sonoridad media y una mayor regularidad. Es un instrumento más cómodo para transportar en una gira por ejemplo, se le pueden reemplazar sus partes ante un imprevisto y continuar con el espectáculo. En cambio, al Selmer se sigue recurriendo para la improvisación y para las grabaciones, la brillantez de algunas de sus notas, más la fragilidad del sonido lo siguen convirtiendo en un monolito de bronce para quienes disfrutamos de esa música. Sin embargo acabo de perder una apuesta: puesto a escuchar por primera vez el último trabajo de Jan Garbarek, un saxofonista escandinavo famoso por transgredir permanentemente todos los cánones musicales, alguien que conoce mucho más que yo y disfruta de hacerme alguna que otra trampa, me preguntó si el tenor que estaba sonando me parecía Selmer o Yamaha. Después de tomarme un tiempo solemne de escucha concentradísima, opiné que sin dudas era un Selmer. Y no, resultó un Yamaha.

Y además no sólo existen los imprevistos y las previsiones, también existe el apostar a más, el tirar toda la carne al asador. Lo saben los también ingenieros de otra empresa japonesa, Kawasaki, más conocida como Kawa en el mundo de las motocicletas. Después de años de asistir impávidos al reinado más mitológico que mecánico de las Harley Davidson, decidieron que la estrategia a seguir debía ser la de salir a pelearle palmo a palmo la clientela con un producto similar. Y para que eso fuera posible, analizaron la Harley de arriba hacia abajo pero ya no con el fin de copiarla milimétricamente, sino de entender en dónde residía lo importante, sintetizarla digamos. Y así fue, sintetizaron la línea y sus componentes mecánicos e idearon otra cosa. Se llama Vulcan y a diferencia de la Harley es una moto realmente impresionante cuando uno la enfrenta en persona. Además, le metieron 2000 centímetros cúbicos de cilindrada (más que el 90 % de los automóviles que circulan por las calles de nuestra vida) para marcar diferencias con los 1550 de la más poderosa de las Harley. La Vulcan 2000 pesa cuatro toneladas y posee una belleza cromada imposible de negar hasta para alguien como yo que no se siente particularmente inclinado a las motocicletas. De tener un dinero que jamás voy a tener, la moto que me compraría sería esa Kawasaki; de tener un monstruo de ese tipo entre mis piernas, lo preferiría infinito, avasallante y feroz, y no un amuleto de tiempos pasados apenas ronroneante y cuya única furia tiene que ver con el marketing y la publicidad.

No creo que con la lectura o con la escritura (paremos de hablar de la literatura) sea demasiado diferente. Son mecanismos, sistemas. Existen las copias y el calco tanto como existe el trabajo serio que sintetiza lo importante y pretende otro desenlace. Y aquí nos encontramos nuevamente con la pretensión; al fin de cuentas, lo único que diferencia a un texto del siguiente no es su autor, es aquello que dice y del modo en que lo dice y más aún, lo que se pretendió decir previamente al momento de su escritura. Me llaman la atención sin embargo, algunos embates y algunos sobreentendidos que circulan entre nosotros. En los años ’90, en la Argentina, la única literatura que se publicó, narraba historias. De modo sencillo, simplemente historias. La mayoría de esas historias eran malas, lean bien; malas. Hubo otros que se dedicaron a ensayar mecanismos diversos, algunos y sólo algunos, consiguieron abrigarse con la manta protectora de la academia y la mayoría de ellos, lean bien otra vez, producen y producirán mala literatura. Pero ¿quién juzga? Yo, lector. Y entre unos y otros, las excepciones: gente que no fue tan mala porque hay que entender que la literatura es el reino de la excepcionalidad. Es el exacto territorio donde un sistema, un mecanismo más, un artificio como cualquier otro, eso mismo que llamamos oficio o artesanía o construcción o discurso o ingeniería o como mierda se nos ocurra: cede, se resquebraja y se desvanece frente a la anormalidad, a la anomalía, al error, a la equivocación, y a la excepción superadora."

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