En “Corrección”, el libro de Thomas Bernhard, el arquitecto Roithamer planea la construcción de una casa en forma de cono en el baricentro del bosque de Kobernauss. La casa es para que su hermana, que tiene cáncer, sane. Durante seis años el arquitecto delineará la geometría perfecta que –él supone- dará cura a la enfermedad. Sin embargo, la hermana del arquitecto se muda a la casa y muere. La geometría en la que Roithamer cree no la alcanza: ella cree en otras cosas. La fuerza de lo cónico, para el que no le interesan las ciencias matemáticas, no supone esperanza alguna.
Ateos y creyentes son como los hinchas de River o de Boca: antagonistas que se han odiado a muerte durante toda la historia. Aún hoy se odian. Pero hubo un momento en el que hicieron de tripas corazón y lo disimularon un poco, vestidos de utopistas.
Los primeros utopistas que pensaron que la organización social y política de la Revolución Industrial había llegado al fin datan de 1815, y hay dos que se destacan por lo obsesivos. Uno se llama Owen y es ateo. El otro se llama Fourier y cree en Dios. Ambos son dramáticamente inteligentes, desquiciadamente optimistas y durísimos de pelar, como el arquitecto de Bernhard. Owen es rico; Fourier, pobre. Ambos se suben a altísimos y difíciles toboganes que se deslizan hacia un mismo punto: el fracaso. Quieren lo mismo, que la sociedad cambie. Y creen que las sociedades cambiarán después de haber cambiado la geometría de las ciudades. Cumplen parcialmente este objetivo realizando nuevos diseños. Owen cree en los cuadrados. Fourier, en los rectángulos.
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