13.5.09

CASAS Y VERSOS

En uno de sus escritos más conocidos el profesor Tomás Maldonado se pregunta qué respondería un transeúnte elegido al azar en las calles de Nueva York a la pregunta “¿Usted cree que un edificio es un texto?”. La respuesta varía si la persona indagada es un ciudadano común, a si es, por casualidad, un arquitecto. El transeúnte común buscará la cámara escondida que lo esté burlando. El arquitecto responderá afirmativamente, sin dudarlo un instante. Resume Maldonado: “Al fin de cuentas, frente a un edificio se está en condiciones de elegir un particular itinerario perceptivo. Y donde hay un itinerario, o sucesiones de experiencias perceptivas, es lícito, siempre en sentido metafórico, hablar de lectura.” El escrito es posterior a los años setenta, en el camino había nacido la semiología aplicada al diseño.
La arquitectura es una forma de lenguaje que se entiende estudiándola como se estudia literatura. Según el momento histórico se ajusta más o menos a reglas de composición, intenta articular un discurso y está armada de palabras posibles de decodificar. A veces el discurso es tan estricto, tiene reglas tan firmes, que se parece a un cuento. La mayoría de las veces se rige por la poética.
Si tuviera que comparar casas con poemas, la Ville Saboye de Le Corbusier en Poissy, París, sería un poema de Borges (de los últimos que escribió), y la célebre “casa de la cascada” (Fallingwater) de Frank Lloyd Wright, comparativamente sería un poema de Pablo Neruda. “El desierto”, del libro “La cifra” y el “Poema 20”, de los “Veinte poemas de amor y una canción desesperada”, para más datos. Ambos son muy fáciles de hallar en la web.
El material de la Ville Saboye es hormigón armado, una mezcla hecha exclusivamente por la mano del hombre. El color es el blanco. El brillo es satinado. La terminación está más cerca del casco de una embarcación que de un revoque. La casa apenas si toca el paisaje en los puntitos de sus pilotis. La escala de los espacios es propia: no pertenece a otro mundo que el de la matemática y la divina proporción. Para entenderla debemos recurrir al razonamiento; para quererla, al cálculo. Por eso elijo el Borges de “El desierto”. “Antes de entrar en el desierto / los soldados bebieron largamente el agua de la cisterna. / Hierocles derramó en la tierra el agua de su cántaro, y dijo: / Si voy a entrar en el desierto, / ya estoy en el desierto. / Si la sed va a abrasarme, / que ya me abrase (…)”.
El ritmo imperceptible, el meticuloso juego de abstracciones, la repetición de la parábola, los lictores de Dios y la nada visual de los soldados detenidos a las puertas de un desierto inabarcable hacen que nos metamos en un mundo que no es real, un reino de conceptos que salen bien parados, que se entienden, pero a la que hay que prestarle una atención intelectual. Racional. Racionalista.
Los materiales de la casa de Wright son naturales, el arquitecto los extrajo del mismo paisaje adonde la construyó. Piedras, ladrillos, maderas. La calidad de los espacios externos e internos es natural: la casa parece haber estado allí por siempre, absolutamente mimetizada con el paisaje del arroyo. Con sus mismos colores y brillos. Para entenderla hay que rozarla; para quererla, sentirla cerca. La canción desesperada también está hecha de naturaleza. “Puedo escribir los versos más tristes esta noche (…)” Las palabras mismas del poema apelan a la naturaleza: estrellas, astros, pasto, viento, cielo… El ritmo es suavecito como el fluir del arroyo…
Al poema de Neruda nos entregamos con el corazón, al de Borges con el cerebro. Y sin embargo, ambos hablan de amor, como ambas casas hablan del habitar.
Las palabras del poema de Borges son artificiales, pero pueden mojar más que el río de Wright o que el rocío de la amarga noche de Neruda, cuando para comprenderlo no nos es suficiente con el gusto, sino que, además, necesitamos pensar. Pasa lo mismo que con las sinfonías: Mozart nos va directo al alma, les gusta a los niños y hasta a los bebés. La sinfonía número 40 nos entra por la piel, no por la cabeza. ¿Pero qué pasa con la complejidad de Paganini, con los cambios de humor no controlables de Brahms? Ni qué hablar del Dodecafonismo. ¿Qué nos pasa cuando, para apreciar algo, tenemos que saberlo? Hay cursos en todo el mundo para leer el Ulises de Joyce. Superar la prueba es casi recibirse de catador.
Intuyo que un catador disfruta más del vino que un bebedor común.

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