17.3.09

LOS CONCURSOS DE LOS ARQUITECTOS



“Bajo el punto de vista de los profesionales, las opiniones están repartidas entre dos bandos. Los jóvenes, que necesitan atraer las miradas sobre un talento todavía no consagrado, son partidarios del concurso que les facilita la ocasión de hacerse conocer; en cambio, los veteranos se consideran con títulos suficientes para prescindir del concurso público, por haber ya dado pruebas de competencia y de conocimientos suficientes en su larga carrera, y afrontar cualquier problema arquitectónico de los muchos que a diario se presentan.
El arquitecto joven, nada tiene en ello que perder, y sí mucho que ganar: si vence al veterano tiene un triunfo y al ser vencido se escuda luego en su falta de experiencia; en cambio el profesional ya conocido poco agrega a sus méritos con un éxito en tales condiciones y, por el contrario, sufre un desaire y una desilusión irreparable si sus trabajos no son premiados.”
Son palabras del arquitecto Alejandro Christophersen, primer presidente de la Sociedad Central de Arquitectos y autor del reglamento de concursos de arquitectura de 1904 que aún hoy, con unos cuantos cambios, seguimos usando. Los veteranos de la matrícula se resistían a cotejar sus trabajos con los más jóvenes, a riesgo de perder los encargos y el lugar central de su fama. Pero tampoco les dejaban ni medio lugar. Y los jóvenes que no eran de la “famiglia” de la arquitectura, los que no llevaban ese sello de nobleza, de raza o como quieran llamarlo, estaban destinados a quedarse con la ñata contra el vidrio.
Los concursos de los arquitectos son diferentes a los del resto del campo cultural argentino. Son temáticos. Mientras los de literatura o arte se basan en el género (de cuentos, de poesía, de novela) o en la técnica a utilizar (grabado, dibujo, pintura, escultura), los de arquitectura tienen un tema específico. Y un sector de ciudad señalado, un terreno medido, con un programa básico de actividades a desarrollar y a veces hasta montos de dinero imposibles de superar. Es como si a los escritores se les pidiera: hagan una novela con tres personajes femeninos y uno masculino, ambientada entre 1900 y 1930, de amor, con un conflicto económico lateral que hacia el final se torne el gran problema a resolver. Algo así. Los escritores del mundo se reirían de esta propuesta descabellada. Los arquitectos, no: nos arremangamos y nos ponemos manos a la obra.
Cuando tengo que mandar una novela a un concurso de novelas me tomo un par de días para corregir la que escribí hace un año, repaginarla, caratular, y listo. Se hacen los juegos indicados de fotocopias, se ensobra, se lleva. Las bases son ejecutivas: cantidad de ejemplares, fecha de cierre, lugar de recepción, condiciones de anonimato. De un concurso de novela participan entre 500 y 2000 escritores. Cada libro representa a una persona que gastará un promedio de cien o doscientos pesos entre copias, anillados y envíos. El fallo suele venir luego de unos cuantos meses, porque leer tantos libros –en el caso de que los lean, de que sea un concurso genuino y no un engaña pinchanga- lleva muchísimo tiempo.
En el concurso de arquitectura las bases son redactadas por un cuerpo de asesores que elabora un programa de necesidades y ajusta las condiciones de entrega -lo permitido y lo prohibido-, más los tiempos. Luego se dan a conocer por los Medios y los profesionales comienzan a hacer sus trabajos. Participar en un concurso de arquitectura es estudiar las bases. Estudiar las bases es más que leer las bases, ya que además de la información ejecutiva está el tema a proyectar, acompañado de cómputos (por ejemplo: si piden un anfiteatro indican para cuántas personas, o cuántos metros cuadrados llevará el sector de administración, o cuántos inodoros un baño), límites de presupuesto y restricciones de código o servicios. La lectura de las bases suele llevar varios días; la interpretación de las bases, o sea la conversión de esos pedidos en arquitectura, todo el concurso. Un mes, un mes y medio o más.
Dibujarlo llevará otra semana intensa de un grupo grande de trabajo, formado generalmente por profesionales, estudiantes y diseñadores varios. Cuando digo intenso, son días con sus noches, fines de semana incluidos. Normalmente se entrega un juego de paneles de grandes dimensiones, más una memoria y un cómputo. Para un concurso chico suelen presentarse 10 trabajos; a uno muy popular, 50, 100. Cincuenta trabajos, a diez integrantes por equipo, son quinientos profesionales pensando un problema específico durante un mes o dos. Cada grupo gastará entre mil y cinco mil pesos, depende del tamaño de la entrega y requisitos. El Jurado suele expedirse en una semana o diez días. Acá no hay mucho para leer: hay que saber mirar y estudiar sobre paneles que en su mayor parte están formados por imágenes.
Los premios igualan a ambos concursos: hay primero, segundo, tercero y menciones honoríficas. El primero de novela se publica casi siempre; el primero de arquitectura a veces se construye. Últimamente la SCA está tratando de que todos los concursos sean
vinculantes, para que el ganar conduzca a la concreción.
Los participantes igualan, también, a ambos concursos en todas las épocas. Es de lo que hablaba Christophersen en 1917: las pasiones y esfuerzos siguen siendo el motor del competir; la consagración y el aprendizaje, el resultado. A veces acompañado de desilusión, es cierto, pero basta ganar uno chiquitito para verle todas las cosas buenas.

LA OBRA PÚBLICA A CONCURSO
Los concursos de arquitectura organizados por la Sociedad Central de Arquitectos no son perfectos. Son como la democracia para los Estados: lo mejor que tenemos probado para poder discutir entre todos el devenir de un país. Los proyectos que los arquitectos presentamos a esos concursos tampoco reflejan el pensar de toda la matrícula; apenas el de aquellos profesionales que se animaron a invertir inteligencia, creatividad, tiempo y esfuerzo en aras de una idea a realizarse.
Sin embargo, es mejor que un edificio o un espacio urbano de la ciudad se presente a discusión pública con asambleas vecinales, opinión profesional y debate. De esto se tratan los concursos de arquitectura: de minimizar los riesgos sociales de lo que significa operar en el sistema público, transparentar la oferta y abrir un abanico importante de propuestas para cada tema. Sobre todo: analizar, analizar, analizar antes de hacer. Como dicen los carpinteros: “mil veces medir, una vez cortar”. Un mal libro publicado no le hace mal a nadie, y siempre habrá alguien al que le guste. Pero un mal edificio o un espacio urbano equivocado es todo un problema. Social, económico y humano.
“La arquitectura se piensa antes, durante y después de hacerla”, dice el arquitecto Roli Schere. Está comprometida con el patrimonio y con la vanguardia, con la historia y con la actualidad. Al fin de cuentas, un espacio público es un rincón de la ciudad de todos, sean arquitectos o no.
La actual es una época de confrontación y debate, por suerte. Nos lo hemos ganado como ciudadanos y profesionales. En este momento entre el Gobierno de la Ciudad y la SCA hay cantidad de concursos en movimiento, sobre temáticas diferentes, sólo para Buenos Aires. El hospital Rivadavia, la peatonalización del Centro, los Oasis Urbanos, ampliaciones de Bancos y oficinas, parques lineales. Algunos ya han sido premiados, en muchos otros todavía se puede participar. La oferta es variada, los jurados son serios y los premios que se vienen dando son razonables y bien retruibuidos. Desde 1886 la SCA y desde 1957 la Federación Argentina de Arquitectos vienen remando por garantizar la excelencia de los resultados, la equidad en las adjudicaciones de obras y la variedad de opciones para resolver un mismo problema. Son, en palabras del arquitecto Daniel Silberfaden, actual presidente de la SCA, “el modo más democrático que se ha probado para la selección de un proyecto”.
La democracia no es perfecta, pero es lo más seguro que tenemos para que no nos mientan.

EL LIBRO AMARILLO DE LOS CONCURSOS
¿Cuál es la finalidad última de estos concursos? ¿La obra construida? ¿O también sirve para enriquecer el debate y el patrimonio cultural de una de las disciplinas más creativas de todas, la de los arquitectos?
La SCA acaba de publicar un libro inmenso sobre el tema, que es en sí mismo la respuesta a esos interrogantes. Digo inmenso porque lo es: pesa tres kilos seiscientos, mide 31 x 24 x 5 centímetros de ancho, tiene tapa dura, más de ochocientas páginas y una encuadernación que parece irrompible. Contiene todos los concursos de arquitectura realizados desde 1825 hasta el 2006, recopilados uno a uno por el arquitecto Rolando Schere. El editor es Hernán Bisman e Imagen HB hizo el diseño gráfico. Una joya.
No es un libro solamente para historiadores, ni para expertos en patrimonio. No es, tampoco, un libro exclusivo para diseñadores. Ni una enciclopedia propiamente dicha. Es todas esas cosas juntas. Cuando los amigos historiadores de Roli le pedían que eligiera una época clave –por ejemplo los años 60- él se negaba: tenían que ser todas las épocas, incluida la militar, en la que se adjudicaban los proyectos a dedo. Cuando los amigos diseñadores de Roli le sugerían que seleccionara cierta cantidad de trabajos para garantizar la excelencia del libro, él se enojaba: tenían que ir todos. Roli creyó que el libro debía ir desde el principio hasta el final. “Cada generación añora su época como si fuera la mejor; la historia, al fin, es un contínuo. Todas las épocas y todos los diseños tienen sus momentos y sus detalles para enorgullecerse o ponerse a llorar”, dice. En el libro puede leerse que el primer concurso que se hizo en Buenos Aires fue en octubre de 1825, para una cárcel. Se conoce el nombre de un solo participante, el ingeniero James Bevans, y no fue premiado, ni la cárcel se construyó. El segundo fue en 1854, el de la Aduana Nueva, que ganó el ingeniero arquitecto Eduardo Taylor. La aduana es la que todos conocemos, en Paseo Colón, sólo que ahora le decimos Aduana Vieja. Hubo solamente tres participantes y el concurso fue llamado por la Gobernación de Buenos Aires. El tercero fue el del Paseo de Marte, en la Plaza San Martín (todavía no existente para 1860). El promotor fue la comisión vecinal, se presentaron cuatro trabajos y el ganador fue el arquitecto José Canale. También se hizo.
Entre los últimos premios importantes del libro figuran el Centro Cultural del Bicentenario (para el palacio de correos) ganado por los hermanos Bares, Becker, Ferrari y Schnak; la Facultad de Sicología ganada por Diéguez y Friedman y los Módulos de Vivienda para cuatro regiones de la República Argentina, ganados, entre otros, por el inefable Clorindo Testa y su troupe de concurseros endemoniados. Los tres proyectos son del año 2006 y actualmente están en distintas etapas de construcción y planificación.
“Concursos organizados para hacer obras, para intentar hacer obras o para no hacer. Concursos que han generado un patrimonio construido, pero también un inmenso patrimonio proyectado y que fundamentalmente han posibilitado un lugar para la invención”, dice en el libro.
Por todo eso y por mucho más es que hacemos concursos, y concursar es algo que se mantiene vigente al paso de las décadas, como un juego en el que quieren participar todos los arquitectos. Aunque siempre haya alguien que pueda afirmar, como hizo Carlos Altgelt en 1904: “una vez fui bastante tonto como para tomar parte en uno”.

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