1. CUALQUIERA EN GENERAL, TODOS EN PARTICULAR
Si es verdad que toda sociedad humana es una manifestación de complejidad -¿habrá habido alguna vez, en algún lugar, de veras una sociedad «simple»?-, no lo es menos que la nuestra resulta serlo de una forma especial. Su actividad genera una red inmensa, indeterminada y contradictoria de flujos que se mueven y se mezclan en todas direcciones, que dependen los unos de los otros, que configuran constelaciones sociales siempre inéditas e impredecibles, en el seno de las cuales la perturbación es el estado más normal. No es que nuestra sociedad sea compleja: es que vive de la complejidad y no cesa de producirla. La heterogeneidad generalizada de la cual depende toda sociedad urbana hace de la vida en las ciudades un colosal calidoscopio, en el que es imposible encontrar parcelas cerradas y completamente impermeables, ni configuraciones sociales fijas.Este mundo que vemos desplegarse cada día en la vía pública es ya un modelo de coexistencia basada en la igualdad y el respeto mutuo, que por desgracia no se extiende aún al conjunto de la vida social. Es cierto que aún no es plenamente así, y que hay demasiadas excepciones y obstáculos que hacen que la calle no pueda realizar de forma plena su vocación de espacio para la libertad. Pero, a pesar de ello, a pesar de las vigilancias y las violencias, en la calle se puede respirar mucho mejor no sólo ya que en las cárceles, en los cuarteles o en los hospitales, sino también mejor que en las escuelas, en las fábricas, en las oficinas e incluso que en un buen número de presuntos hogares. Y si ello es posible es precisamente porque en la calle la gente no se toma mutuamente en cuenta, porque «pasamos» los unos de los otros, salvo que alguna eventualidad convoque la cláusula de ayuda mutua entre desconocidos que todos firmamos como usuarios de los espacios públicos. En los vagones de metro, en los cines, en los cafés..., los peores enemigos, los más irreconciliables rivales se cruzan o permanecen a unos centímetros de distancia unos de otros sin prestarse la mínima atención, disimulando su inquina, posponiendo los ajustes de cuentas, olvidando deliberadamente los daños, quién sabe si perdonándose mutuamente la vida. Con todas las salvedades que se quiera, la inmensa mayoría de nosotros estamos demasiado ocupados, tenemos demasiadas cosas por hacer como para perder el tiempo ofendiéndonos o agrediéndonos por la sola razón de ser absolutamente incompatibles u odiarnos a muerte. En el espacio público la circulación de los transeúntes puede ser considerada como una sucesión de arreglos de visibilidad y observabilidad ritualizados, un constante trasiego de iniciativas -no todas autorizadas ni pertinentes, por supuesto- en territorios ambiguos, cambiantes y sometidos a todo tipo de imbricaciones y yuxtaposiciones. El orden de la vida pública es el orden del acomodamiento y de los apaños sucesivos, un principio de orden espacial de los tránsitos en el que la liquidez y la buena circulación están aseguradas por una disuasión cooperativa, una multitud de micronegociaciones en las que cada cual está obligado a dar cuenta de sus intenciones inmediatas, al margen de que proteja su imagen y respete el derecho del otro a proteger la suya propia. Ese espacio cognitivo que es la calle obedece a pautas que van más allá -o se sitúan antes, como se prefiera- de las lógicas institucionales y de las causalidades orgánico-estructurales, trascienden o se niegan a penetrar el sistema de las clasificaciones identitarias, puesto que aparece autorregulándose en gran medida a partir de un repertorio de negociaciones y señales autónomos. Allí, en los espacios públicos y semi-públicos en los que en principio nadie debería ejercer el derecho de admisión, dominan principios de reciprocidad simétrica, en los que lo que se intercambia puede ser perfectamente el distanciamiento, la indiferencia y la reserva, pero también la ayuda mutua o la cooperación automática en caso de emergencia. Para que ello ocurra es indispensable que los actores sociales pongan en paréntesis sus universos simbólicos particulares y pospongan para mejor ocasión la proclamación de su verdad.El criterio que orienta las prácticas urbanas está dominado por el principio de no interferencia, no intervención, ni siquiera prospectiva en los dominios que se entiende que pertenecen a la privacidad de los desconocidos o conocidos relativos con los que se interactúa constantemente. La indiferencia mutua o el principio de reserva se traduce en la pauta que Erving Goffman llamaba de desatención cortés. Esta regla -la forma mínima de ritual interpersonal- consiste en «mostrarle al otro que se le ha visto y que se está atento a su presencia y, un instante más tarde, distraer la atención para hacerle comprender que no es objeto de una curiosidad o de una intención particular. Esa atenuación de la observación, cuyo elemento clave es la «bajada de faros» es decir la desviación de la mirada, implica decirle a aquél con quien se interactúa que no se tienen motivos de sospecha, de preocupación o de alarma ante su presencia. Esa desatención cortés o indiferencia de urbanidad puede superar la desconfianza, la inseguridad o el malestar provocados por la identidad real o imaginada del copresente en el espacio público. En estos casos, la evitación cortés convierte en la víctima del prejuicio o incluso del estigma en -volviendo al lenguaje interaccionista- una no-persona, individuo relegado al fondo del escenario (upstaged) o que queda eclipsado por lo que se produce delante de ellos pero no les incumbe. La premisa es que en cualquier interacción -por efímera que pueda resultar- los agentes deben modelar mutuamente sus acciones, hacerlas recíprocas, garantizar su mutua inteligibilidad escenográfica, distribuir la atención sobre unos componentes más que sobre otros, ajustarlas constantemente a las circunstancias que vayan apareciendo en la interacción. En todos los casos, el extrañamiento mutuo, esto es el permanecer extraños los unos a los otros en un marco tempo-espacial restringido y común, es un ejemplo de orden social realizado en un espacio topológico de actividad. En cualquier caso, el posible estigmatizado o aquel otro que es excluido o marginado en ciertos ámbitos de la vida social se ven beneficiados en los espacios públicos de esa desatención y pueden, aunque sólo sea mientras dure su permanencia en ellos, recibir la misma consideración que las demás personas con quienes comparten esa experiencia de la espacialidad pública, puesto que la indiferencia de que son objeto les libera de la reputación negativa que les afecta en otras circunstancias. En fin, las personas que comparten los espacios públicos son sólo masas corpóreas, perfiles que han renunciado voluntariamente a toda o a gran parte de su identidad. Han logrado con ello colocarse por encima de toda cosificación, lo que implica que encarnan una especie de cualquiera en general, o, si se prefiere, un todos en particular, que hace bueno el principio interaccionista de que en una sociedad como la nuestra la figura que domina es la del otro generalizado. En la experiencia del espacio público ese otro generalizado ni siquiera es otro concreto, sino otro difuso, sin rostro -puesto que reúne todos los rostros-, acaso tan sólo un amasijo de reflejos y estallidos glaúquicos.
Continúa en el blog del Profesor Ruiz
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