LOS BUENOS AIRES DE LA MODERNIDAD
Ningún arquitecto puede hablar de Le Corbusier como un demagogo: sería una falta de respeto. Sin embargo lo era. Ninguno podría atribuirle así como así comportamientos de derecha al comunista número uno del movimiento moderno. Sin embargo, Pancho Liernur y Pablo Pchepiurca, los autores del libro “La red austral” recientemente publicado por la Universidad de Quilmes, dicen que el comunista máximo a veces se ponía de derecha, si la situación lo requería. Depende a quién le tuviera que vender sus proyectos.
Todos los que leímos los libros de Le Corbusier, (“Cuando las catedrales eran blancas”, “La ciudad del Futuro”, “Cómo concebir el Urbanismo”, “Hacia una arquitectura” o “El Modulor”) sabemos que el hombre hacía, sobre todo, propaganda. Las frases publicadas en la revista “L´espirit noveau” entre 1920 y 1924 son dogmáticas y arrolladormente autoritarias. “La higiene y la salud moral de las personas dependen del trazado de las ciudades. Sin higiene ni salud moral la célula social se atrofia. Un país sólo es válido por el vigor de su raza”. Si lo extrapolamos del contexto de su tiempo arquitectónico, podría recordarnos vagamente a Hitler. Sin embargo, la fuerza de sus ideas morales en urbanismo llevó a una arquitectura higiénica, asoleada, ventilada y con proporción humana. Una hermosa arquitectura: racional.
Si lo que Le Corbusier predicaba por esos años era tan bueno, ¿por qué ese énfasis didáctico demoledor? Porque estaba enfrentando al monstruo del academicismo, en la muerte de un modo de ver la arquitectura, el arte y el urbanismo y el nacimiento de otro modo de ver las mismas cosas. El Racionalismo fue el más importante de los movimientos que surgieron del caos sintomático de estilos hacia el principio de 1900. Era un movimiento relacionado y autorelacionado con la maquinaria, con el automóvil y el avión, los motores, la rapidez. Las guerras ayudaron: hubo urgencia por reconstruir ciudades europeas diezmadas, derruídas. Las características del movimiento moderno hablaban de velocidad constructiva, de casas dignas pero baratas que igualaban a las diferentes clases sociales, de casas como máquinas de habitar. Los racionalistas también se aventuraban en la vivienda industrializada y en planteos urbanos con zonificaciones para vivir, trabajar o recrearse, donde cada sector estaba separado del otro y podía estar, inclusive, muy lejos, unidos por autopistas enormes. El auto era la promesa más absoluta de futuro.
Todas estas ideas vinieron juntas, desde el fin del siglo diecinueve y gran parte del siglo veinte, y tuvieron que pelear en lucha desigual con la asentada, pomposa y poderosa arquitectura academicista. Por eso los pioneros como Adolf Loos, Le Corbusier, Mies Van der Rohe y Gropius tuvieron que ser tan vehementes en sus discursos y planteos: eran dueños de una verdad que vendría, eran los diseñadores del futuro contra los dinosaurios que convertían todo en monumentos, contra la amanerada arquitectura francesa, contra las moles fascistas alemanas. La esperanza de estos arquitectos era reformar moralmente la sociedad a través de las ciudades. Cambiarlo todo: la arquitectura ya no sería un arma del poder, sino un servicio a toda la comunidad. Las catedrales ya no serían catedrales sino cubículos sencillos de oración, la sociedad suplantaría a sus aristócratas por tecnócratas, en una hermosa marejada democrática y pura.
Estos arquitectos eran héroes; aún son mis héroes. Y siguen presentes, y nos siguen educando silenciosamente desde sus lecturas y edificios, si los sabemos leer.
El crítico Charles Jenks declaró en los setenta que el error de la arquitectura moderna fue plantear una sociedad nueva y explicarla mediante un lenguaje también nuevo, como si quisiéramos explicarle cómo funciona una máquina recién inventada a un argentino en idioma chino. El discurso no podía ser entendido de ninguna manera, y al final lo que quedó de todo el moderno fue un montoncito de obras perfectas pero desdeñadas por la actualidad por feas (nadie que no sea arquitecto las entiende), y una adaptación de ese lenguaje austero y barato como bandera por el proyecto inmobiliario más mercanchifle de la tierra, ya que esta nueva imagen permite una arquitectura más económica.
Por la primera razón estuvieron recientemente a punto de demoler la Solana del Mar de Bonet, en Uruguay, y están desvirtuando el diseño del Hotel de Turismo de Posadas, obra de Soto – Rivarola. O ha estado durante años descuidada la Casa del Puente de Amacio Williams en Mar del Plata. Por la segunda razón latinoamérica está llena de espantosos edificios cajita, conejeras humanas de gusto dudoso.
Jenks decretará la muerte de la arquitectura moderna el día 15 de julio de 1972 a las 3:32 de la tarde en St. Louis, Missouri, “cuando a varios bloques del infame proyecto Pruitt-Igoe se les dio el tiro de gracia con dinamita”. La demolición de esas cadenas de albergues Warnes potenciados en altura puede verse en la película Koyaanisqatsi.
Sigue acá.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario