27.1.09

AMORES DE ARQUITECTO / LA VOZ DEL INTERIOR

La construcción del amor, después de los 40 años, ya no se ejecuta desde la tabula rasa, desde el cero. Y no me estoy refiriendo a la virginidad, que jamás tuve –eeeesa: declarar esto es como decir no soy de este planeta, pero la verdad es que no me acuerdo bien cuándo ni con qué chica la perdí–. De adolescente (tardío, valga agregar) fui lo suficientemente promiscuo como para haber dejado ahí la memoria. Volvamos al punto: tengo más de 40 años y la construcción del amor, hoy, para mí, arquitecto, no es la construcción de una casa hecha desde los cimientos, a nuevo. Repito: no tiene nada que ver con la virginidad y esas dignas huevadas. Desde los 40 en adelante, el amor se traduce arquitectónicamente en refacciones, cambios, adaptaciones. En una refacción, el arquitecto encuentra cosas que no sirven pero sirven igual. Ante un "¿para qué vamos a dejar esta cocina así, habiéndolo cambiado todo?", surge el "no hay más plata para otra cosa", o "combina con lo viejo". Así nomás.

De adolescente quería ser médico, y el ímpetu se me acabó con la primera donación de sangre a mi abuela. Me dolió tanto, lo vi todo tan trágico, que casi me desmayo. Sí, Big Nielsen casi se desmaya por unos pinchazos mal dados en la búsqueda calamitosa de una vena. Mi idea era ser ginecólogo, para estar muy alegre entre las piernas de las mujeres. Por eso digo que fui promiscuo, de la ciencia me interesaba poco más que la idea de ver y escarbar en esos molusquitos sagrados. Ni pensaba que me podía cansar un poco –a esa edad– de comer marisco y mariscadas –a ésta–. Al final elegí ladrillos y autocades, para no desmayarme. Supuse bien: la cosa medicamentosa sería, sin duda, más preocupante. Y a fin de cuentas, lo que verdaderamente quería era una casa a nuevo. Comprobado según el tiempo que pasó. Una casa a nuevo es una casa en la que todas las cosas están hechas a la medida de uno, como un saco hecho por una modista. Sigue en el diario.

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