Más de lo mismo. O peor. Si uno no fuese pesimista, llegaría a serlo. Basta leer las últimas estadísticas, los últimos estudios, para preguntarnos por enésima vez: ¿en qué mundo vivimos?
Pero basta de prolegómenos. A los hechos. El Banco Mundial lo acaba de decir: un cuarto de la población mundial vive por debajo del nivel de pobreza. ¿Y el progreso, cuál es el progreso? ¿Y quién es pobre? Para hacer esa estadística la organización calificó de pobre a quien gana menos de 1,25 dólar por día. En el Africa al sur del Sahara, la mitad de la población vive en estado de pobreza extrema. Por otra parte, 850 millones de seres humanos no saben cómo van a alimentarse al día siguiente. La mitad, niños.
Saltemos de esa Africa a Alemania, uno de los países mejor organizados económicamente del mundo. Claro, según el punto de vista de lo que se entienda por organización. Un estudio sobre la situación económica desde el 2004 hasta los seis primeros meses del 2008, realizado por la Fundación Hans-Bö-ckler, lo dice con estas palabras: “El impulso económico pasó de largo ante los asalariados, los jubilados y los pobres. Los salarios reales netos entre esos dos años se han visto rebajados en un 3,5 por ciento. En cambio, las ganancias de las empresas y sus ejecutivos han tenido una “verdadera explosión” (textual). Han crecido en el mismo período del 21,8 al 26,3 por ciento.
De esas cifras pasemos a Estados Unidos. Vayamos a las estadísticas oficiales que acaba de publicar el Washington Post. Según las mismas “el umbral de pobreza oficial para una familia de cuatro miembros ha sido fijado en 21.203 dólares por año. La cifra de estadounidenses que viven por debajo de esa barrera de nivel de pobreza subió de 36,5 millones de personas en el 2006 a 37,3 millones en 2007.
Otro estudio oficial, de la Organización Mundial de la Salud, pone el siguiente ejemplo patético que nos llama a preguntarnos: ¿vivimos en un mundo racional? Se señala el caso de la ciudad escocesa de Glasgow, típico Primer Mundo. Se ha constatado que un niño del barrio pobre de Calton tiene una esperanza de vida de 28 años menor que otro del barrio aristocrático de Lenzie. Y partiendo del ejemplo increíble de esos dos barrios británicos comienza a analizar el problema de los “países en desarrollo”, como amablemente se les califica. Basta un caso ejemplar: en Nigeria, un niño de cada cuatro muere antes de los cinco años. En cambio, en los países del Primer Mundo, en los primeros cinco años de vida, muere un niño cada 150. “La biología no puede explicar eso”, dice la Organización Mundial de la Salud. Pero sí la pobreza, la explotación, la falta de medios, agregamos. Y algo más increíble pero cierto, para repetir: “Niños de madres bolivianas analfabetas tienen un riesgo de morir del 10 por ciento; los de madres con instrucción tienen un riesgo de morir del 0,4 por ciento”.
Estas cifras deberían enseñarse en todos los colegios del mundo y los medios de comunicación tendrían que informar y promover diariamente debates acerca de estos temas. Los seres humanos, desde niños debieran aprender que estos problemas existen y que la búsqueda de una solución debe ser el fundamento de la existencia. No resolverlos es cinismo y perversión.
Pero el mismo diario en que leo esos informes entrega una cartulina lujosamente impresa que invita a conocer los nuevos hoteles de increíble lujo que se han levantado en las playas de Dubai, el emirato árabe del petróleo. Todo es de un lujo indescriptible –que se describe con talento publicitario– y está dedicado por supuesto para ejecutivos de grandes empresas mundiales y a todos aquellos que dispongan de mucho dinero. En este año ya se han inaugurado ocho hoteles con categoría feudal y para muy pronto diez hoteles más, todos, por supuesto, cinco estrellas. Se promete un “Shopping Heigh light” en un “verdadero paraíso del comprar”. Es un idioma con grata saliva como esta frase: “Quien ame lo individual y le dé especial importancia a las boutiques personales, él sí que llegará al placer total en Dubai. Allí encontrará la moda noble y la extravagante y una cantidad enorme de accesorios excepcionales”. Y después de eso, los restaurantes con comidas de “exóticos aromas”. Todo es de un lujo fino y entrador. “Shoppings, souks y cultura.” Una trilogía que se convierte en la última página de “Sport, playas y wellness”.
Y ya está. Por algo la Justicia argentina lo condenó al más bestial e inferior de los asesinos públicos, nuestro general Bussi, a prisión perpetua en su “country”. Quedamos a tono.
Y poco a poco las bellezas naturales y los tesoros culturales se van cerrando cada vez más para que lleguen hasta ellos los que pueden y lo merecen en esta sociedad. Aunque se alcen los pueblos con su infinita protesta. En la misma Argentina, ya vienen los hoteles cinco estrellas enfrente de las cataratas del Iguazú con vista directa, para que la gente de pro no tenga que molestarse. O la Quebrada de Humahuaca, ese escenario increíble de la nobleza del pasado y de lo autóctono, hoy depredado por la avidez de la “inversión” que destruye sólo para producir dinero, dinero, dinero. Todo se compra y se humilla a quienes han vivido siglos en ese silencio y en esa nobleza del estar y no del querer ser, como definía nuestro gran antropólogo Kusch al comparar las culturas originales con la llamada “civilización”.
O el hermosísimo lago Posadas, en la amada Patagonia, ese paisaje que quiere ser comprado para buscar ganancias aunque se envenene todo con el deseo de la codicia. Como dice la gente que vive desde hace siglos en esos paisajes, de pronto vienen con un papelito firmado y dicen que les pertenece todo. Buscan el oro, como los primeros conquistadores. Y para ello tienen un papelito firmado por las respectivas “autoridades”.
Voy a mi biblioteca y lo encuentro. Sonrío. Allí, en un cuadernillo, tengo los sueños de un socialista libertario. Alexander Berkman, un pensador increíble, un maestro de la bondad y el debate, tan perseguido y siempre tan actual. Describe la realidad con una sabiduría más vigente que nunca: “Supongamos que tú y yo y un grupo de gente sufrimos un naufragio y podemos llegar a una isla rica en toda clase de frutos. Por supuesto tenemos que trabajar para recoger los alimentos. Pero supongamos que de pronto uno de nosotros nos señala que toda la isla le pertenece a él y que ninguno de nosotros tendría derecho ni siquiera a un bocado sin antes pagarle a él un tributo. Nos quedaríamos perplejos, ¿no es cierto? Hasta nos reiríamos a carcajadas por tal estúpida arrogancia. Pero si hubiera seguido molestando lo habríamos tirado al mar con toda justicia. Supongamos más: que nosotros y nuestros antepasados hubiéramos cultivado la isla y producido todo lo que necesitábamos. Y de pronto llega alguien y se declarara dueño de todo. ¿Qué le responderíamos? Creo que ni siquiera le prestaríamos atención. Le diríamos que tendría que compartir con nosotros el trabajo para vivir allí. Pero supongamos que él insistiera en su ‘derecho a la propiedad’ y nos mostrara un papel firmado por alguien sosteniendo que todo le pertenece a él. No-sotros le responderíamos que está loco. Pero si él hubiera tenido un gobierno como respaldo, habría recurrido a él para que ‘protegiera su derecho’. Y entonces, el gobierno hubiera enviado policías y militares, que nos habrían expulsado para defender así ‘el derecho a la propiedad’. Y se convertiría in aeternum en el ‘propietario legal’.”
Tal cual, Berkman nos describe lo que ocurrió en la historia de la humanidad. ¡Si lo sabrán los pueblos originarios cuando llegaron los conquistadores con la cruz y la espada!
En la Argentina tenemos en nuestra historia cientos de esos casos. El devenir patagónico tal vez sea el caso más emblemático. Y hace pocos días, en varios actos, se trató de no olvidar esa historia del despojo y del llamado “derecho de la propiedad”. Se cumplió el centenario de La Anónima, empresa fundada hace justo cien años por Mauricio Braun y José Menéndez, dueños de la tierra, de las ovejas, de la explotación del cobre, de entidades financieras, de las comunicaciones navales y todo lo subsidiario a ellas, etc. etc. Epoca de los “liberales positivistas”. El “derecho” a la propiedad. En el acto del centenario, en el local del supermercado de los herederos de los nombrados Braun y Menéndez de Puerto Madryn, vecinos hicieron un acto en el cual habló el escritor patagónico Jorge Espíndola y se entregaron cien orejas de yeso para recordar el genocidio que los “propietarios” llevaron a cabo con los pueblos originarios del sur. Los dueños de todo pagaban a los llamados “cazadores de indios” una libra esterlina por par de orejas de esos seres humanos originarios de esas tierras. Todo un símbolo. Además, los muralistas Chelo Candia y Román Cura hicieron un mural de protesta en una pared de baldío, pero que prestamente fue tapado por “desconocidos”.
Niños con hambre. Violencia en las calles. Guerras por todos lados. Riqueza desmesurada y pobreza humillante. Una constante degradación. ¿Nos queda solamente llorar nuestro cinismo como Bussi, o imaginarnos el mundo como lo pensaba Alexander Berkman, una isla plena de frutos para todos?
Sí, reconozco, la ingenuidad también existe. ¿Por qué no? Aunque comencemos por pintar un mural en Puerto Madryn y nos lo borren de inmediato. Aceptar un mundo así es tratar de consolar las lágrimas de Bussi.
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