¡Qué maravillosa invención es el hombre! Puede soplar en sus manos para calentarlas y soplar en su sopa para enfriarla. Puede agarrar con delicadeza, si no le da demasiado asco, cualquier coleóptero entre el pulgar y el índice. Puede cultivar vegetales y hacer con ellos sus alimentos, sus prendas de vestir, algunas drogas, o incluso los perfumes que servirán para disimular su olor desagradable. Puede forjar los metales y hacer cacerolas.
¡Cuántas historias ejemplares exaltan tu grandeza, tu sufrimiento! ¡Cuántos Robinson, Roquentin, Mersault y Leverkühn! Las buenas vistas, las bellas imágenes, las mentiras: no es verdad. No has aprendido nada, no podrías dar testimonio. ¡No es verdad, no les creas a los mártires, a los héroes, a los aventureros!
Sólo los imbéciles hablan todavía sin reírse del Hombre, de la Bestia, del Caos. El más ridículo de los insectos invierte en sobrevivir la misma energía que le hizo falta a quién sabe qué aviador olvidado, víctima de los horarios absurdos que le imponía una Compañía a la que para colmo estaba orgulloso de pertenecer, para atravesar una montaña que estaba lejos de ser la más alta del planeta.
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