Las que publiqué ayer y el viernes de la semana pasada, más las que publicaré durante la semana que viene, todas esas las saqué durante un trabajo que gané por una licitación compartida con otros arquitectos, para, entre otras cosas, el relevamiento de la cuenca Matanza Riachuelo. Eran tiempos de la medioambientalista del abrigo de zorro, hoy en cana. Tengo un archivo enorme.
La prefectura nos llevó en helicóptero para poder ver el río desde arriba. Como yo era el fotógrafo, iba del lado de afuera del vehículo, atado con un arnés y parado sobre una de las plataformitas laterales. De traje nuevo; solamente me pidieron que me quitara la corbata, por las dudas de que se pudiera enredar en las aspas. Era invierno. Las seis de la mañana de un día de julio. Sin embargo, estaba tan emocionado y distraído que no sentí frío. Ni tampoco pude escuchar las indicaciones que me fueron haciendo, porque el ruido era ensordecedor. Iba con las piernas abiertas, los pies apoyados en el metal y colgando del pecho. Me sentía seguro, pura adrenalina.
La única indicación que lamenté no haber escuchado fue la de que emprendíamos el regreso. Entonces el helicóptero se inclinó tanto para doblar, que mis pies quedaron suspendidos en el aire. El hilo sobre mi espalda, mi único sostén, se tensó. Todo debe haber durado dos o tres segundos. Suficiente para que me meara encima.
Me salvé, pero fue un papelón.
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