Cuando se llega al límite del monólogo, a los confines de la soledad, se inventa –a falta de un interlocutor- a Dios, pretexto supremo del diálogo. Mientras le nombra, tu demencia está bien disfrazada y… todo te está permitido. El verdadero creyente apenas se distingue del loco; pero su locura es legal, admitida; acabaría en un asilo si sus aberraciones estuviesen desligadas de toda fe. Pero Dios las cubre, las hace legítimas. El orgullo de un conquistador palidece ante la ostentación del devoto que se dirige a su Creador. ¿Cómo se puede ser tan atrevido? Y, ¿cómo podría ser la modestia una virtud de los templos, cuando cualquier vieja decrépita que se imagina el Infinito al alcance de su mano, se eleva por la oración a un nivel de audacia al que ningún tirano aspiró jamás?
Sacrificaría el mundo por un solo momento en que mis manos juntas implorasen al gran responsable de nuestros enigmas y banalidades. Ese absurdo momento corriente –y al mismo tiempo oficial- de cualquier creyente. Pero quien es verdaderamente modesto, se repite a sí mismo: “demasiado humilde para rezar, demasiado tímido para franquear el umbral de una iglesia, me resigno a mi sombra y no quiero capitulación de Dios ante mis oraciones”. Y a los que le propongan la inmortalidad, les responde: “Mi orgullo no es inagotable; sus recursos son limitados. Ustedes piensan, en nombre de la fe, vencer al yo; en realidad, desean perpetuarlo en la eternidad, pues no les basta con la duración presente. La soberbia de ustedes excede en refinamiento a todas las ambiciones del siglo. ¿Qué sueño de gloria, comparado con ese, no se revela engaño y humo? La fe de ustedes no es más que un delirio de grandeza tolerado por la comunidad, gracias a que utiliza caminos camuflados; el polvo de ustedes es la única obsesión que tienen: golosos de lo intemporal, persiguen al tiempo que lo dispersa. Sólo el más allá es lo bastante espacioso para sus apetencias; la tierra y sus instantes les parecen demasiado frágiles. La megalomanía de los conventos supera todo lo que jamás imaginaron las fiebres suntuosas de los palacios. Quien no consiente su nada, es un enfermo mental. Y el creyente, entre todos, es el menos dispuesto a consentir. La voluntad de durar, llevada hasta tal punto, me espanta. Me niego a la seducción malsana de un Yo indefinido. Quiero revolcarme en mi mortalidad. Quiero seguir siendo normal.
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