La llamada había sido hecha desde el geriátrico donde estaba internado mi abuelo Oscar. Vi a mi padre ponerse muy nervioso. Me agarró de una mano y me subió al coche. Le pregunté qué le pasaba y me dijo que el abuelo se había peleado con otro abuelo. Que le había tirado algo encima. Un mueble. Que mi abuelo había levantado un mueble y se lo había tirado por la cabeza a su propio compañero de pieza. Un ropero de roble. Imposible de mover si no fuera por la puta fuerza danesa que se apoderaba de nosotros a veces, de nosotros los Nilsen. De eso que era como una tormenta desatada, imparable, que empezaba en nuestros corazones, los corazones de los hombres de nuestra familia, y terminaba en la fuerza de los puños cerrados. “¿Y el otro?”, pregunté. Mi padre dijo que a él ya le pasaba muy seguido; lo repitió dos veces. Al final se corrigió. “Demasiado seguido”, dijo. Apretaba el volante de su Dodge como si quisiera dejar estampadas las huellas digitales en el vinilo.
- ¿Y el otro viejo?
Se limpió una lágrima de rabia en el ojo derecho, de esas que le salían a veces. Una gota brillante y opaca a la vez, que no podía ser presagio de nada bueno. “A vos también te va a pasar: es la necesidad que nos llega de romperlo todo”. No me va a pasar, pensé. Nunca iba a tirarle un ropero lleno de cosas a nadie, ni para defenderme, ni para justificar la furia danesa de los Nilsen.
El geriátrico olía a pañales meados. La humedad llenaba los vértices de todas las paredes, cada ángulo era un mapa de moho. Los familiares del otro viejo eran dos hombres y una mujer. Mi padre me apretó los hombros. Sus diez dedos fueron diez marcas claras. Los médicos conversaban con los policías; el dueño del geriátrico puso cara de circunstancia.
Yo me asusté por lo que nos fuera a pasar, por lo que la familia de aquel viejo desdichado pudiera llegar a hacernos en represalia. Sentí desconfianza sobre todo de los parientes hombres; que eran más grandes que mi padre, y eran dos. Un enfermero retiró la camilla tapada y dejó libre el paso hacia la habitación de mi abuelo. La puerta estaba abierta. Él estaba sentado en su cama, clavado en su inútil demencia senil. La desconfianza, que había empezado en mi cabeza, me bajó hacia el estómago como una especie de calor. “¿Por qué hizo eso, don Oscar?”, pensé. Mi padre se llamaba Oscar y yo también, casi me llamo así. Tal vez fuera la descendencia de un nombre lo que provocara esa ira; tal vez yo ya estaba medianamente afuera del proceso, por ese casi llamarme sin terminar de hacerlo. Mi madre se había opuesto, y acabaron poniéndome un segundo nombre más largo y más feo. Tal vez la maldición se fuera con la muerte del último de los oscares.
La más serena era la señora. Tenía los labios pintados por afuera de los límites de la boca. Se lamentaba por la enfermedad terminal de su padre, y frunció el ceño cada vez que dijo “tarde o temprano”. Entonces pronunció la palabra accidente. Dijo: no se preocupe, señor, fue un accidente. El susto me volvió a la cabeza, como un martillazo. Ellos estaban aliviados. Por fin habrían de dejar de pagar la cuenta del hotelucho de mala espina, por fin dejarían de comprar los remedios carísimos, por fin heredarían sus inmuebles y se olvidarían de asistir a un sitio con olor a meada humana. Los hombres asentían como afirmando “también nosotros lo lamentamos mucho, a nuestra forma”.
Mi abuelo sentado, apaciaguado, quieto. La tormenta sin viento. No hay accidentes entre nosotros los Nilsen , señora, somos una especie de asesinos en potencia, lejanos parientes de la furia danesa, un error de la vida. No se confundan ustedes tres. Eso que está sentado allí sobre su cama, con la cabeza inclinada hacia sus piernas y los brazos colgando, no es un viejo común. Lo que lleva por brazos son herramientas peligrosas, de carne y hueso, dos armas en descanso. ¿Por qué, don Oscar?
Esperaba a que hubiera una razón del odio, por más tonta que fuera. Rogaba que no dijera “no sé”, o “así somos”, porque en ese caso iba a ser yo quien con mis once años, con quince, con veinte, con cincuenta, arrancara de sus amures el ropero imposible, y se lo arrojara a su cabeza hasta verla abrirse como un durazno prisco. Para dejar afuera todas sus ideas, derramadas sobre el mosaico del piso junto a la sangre tóxica, heredada.
Tengo las mismas armas que mi abuelo, pero las uso para escribir.
Esta anécdota inaugura mi oficio. La cuento porque si me preguntan qué sentimientos quiero provocar en el lector a la hora de conmover mediante la ficción, elijo, sin lugar a dudas, el miedo y la ternura. La visión a los once años de esos tres desconocidos complacientes ante una muerte injusta me trasmitió el miedo que he necesitado para escribir. La ternura me la dio el hombre muerto.
Hice todos estos libros que se ven en la pantalla, escribí sus historias, dibujé sus tapas y los publiqué. Tengo además otras tres novelas inéditas, más decenas de cuentos, más cientos de dibujos que nunca salieron de mi casa.
Soy Gustavo Nielsen, 44 años, escritor.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario