Mis zapatos están cubiertos de ornamentos, constituidos por festones y calados. Trabajo realizado por el zapatero y que no le fue pagado. Voy a ver al zapatero y le digo: Usted cobra treinta coronas por un par de zapatos. Yo pagaré cuarenta. Con ello he dado una gran alegría a ese hombre, que me lo agradecerá con trabajo y material, cuya mejor calidad no está en relación con el aumento de precio. Está contento. Rara vez la felicidad llama a su puerta. Aquí tiene a un hombre que le comprende, que aprecia su trabajo y no duda de su calidad. En su imaginación, ya ve los zapatos terminados. Sabe dónde puede encontrarse actualmente el mejor cuero, sabe a qué obrero confiará los zapatos, y los zapatos llevarán festones y calados, tantos como sólo tienen cabida en un zapato elegante. Y ahora le digo: Pero con una condición. El zapato no debe llevar ningún adorno. Le hago bajar de la gloria al infierno. Tiene menos trabajo, pero ha perdido la alegría.
Hablo para los aristócratas. Tolero ornamentos sobre mi propio cuerpo, si contribuyen a hacer felices a mis semejantes. Entonces también me alegran a mí. Tolero los ornamentos del cafre, del persa, de la campesina eslovaca, los ornamentos de mi zapato, pues todos ellos no disponen de otro medio para llegar a la cumbre de su existencia. Nosotros tenemos el arte, que ha eliminado al ornamento. Después de las fatigas del día recurrimos a Beethoven o a Tristán. Mi zapatero no puede hacerlo. No debo arrebatarle su placer, pues no puedo sustituirlo con nada. Pero el que recurre a la Novena Sinfonía y después se sienta a dibujar estampados de alfombras, o bien es un estafador o un degenerado. La carencia de ornamentos ha llevado a las demás artes a alturas insospechadas. Las sinfonías de Beethoven nunca habrían sido escritas por un hombre que hubiera tenido que pasearse vestido de sedas, terciopelos y encajes. El que hoy lleva un traje de terciopelo no es un artista, sino un impostor o un pintor de paredes. Somos más refinados y sutiles que antes. Los pastores nómadas debían distinguirse por los colores distintos de sus trajes, el hombre moderno usa su traje como máscara. Su individualidad es tan poderosa que ya no puede expresarse en prendas de vestir. La carencia de ornamentos es una muestra de fuerza espiritual. El hombre moderno utiliza los ornamentos de culturas anteriores y extranjeras como mejor le place. Concentra su propia capacidad inventiva en otras cosas.
28.11.06
ADOLF LOOS / ORNAMENTO Y DELITO (1908)
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