El arte del cuento ha sido propicio con la comarca rioplatense, que puede exhibir un panorama de maestros contemporáneos de la narración breve del calibre de Quiroga, Borges, Cortázar, Bioy Casares, Felisberto Hernández, Silvina Ocampo, Onetti. Un auténtico festival para lectores exigentes. En Argentina se escriben muchos cuentos, lo que tiene que ver con el auge de los talleres literarios, aunque no se publican tantos, porque el género suele ser desvalorizado por los editores, que alegan una supuesta preferencia del lector hacia la novela.
“Playa quemada”, de Gustavo Nielsen (Buenos Aires, 1962), es un libro de cuentos primerizo que viene precedido de una opinión flotante muy auspiciosa, avalada por algunos premios. Las siete narraciones demuestran ante todo que Nielsen tiene un ajustado dominio de su instrumento expresivo, un lenguaje muy actual hecho de cadencias alternadas por tiempos muertos y picos de tensión, una paleta hábil para crear atmósferas sugestivas. La tonalidad de esa paleta es francamente sombría, con pinceladas tenebristas. A veces, Nielsen es proclive a utilizar un recurso poco riguroso, la descripción de sueños, recurso que suele chirriar cuando se lo inserta en el discurso narrativo. Otras veces consigue delinear los climas ambiguos y ligeramente perversos que son el habitat de sus ficciones con elementos concretos que poseen mayor eficacia para la economía de la narración: hay una recurrencia a los cadáveres, a la ceguera, a un sexo con frecuencia desviado por las coartadas del incesto, la necrofilia o el voyeurismo.
Nielsen busca algo esencial en la buena ficción: una música propia, un tono característico y personal. En “Playa quemada”, esa música propia contiene una buena dosis de retórica, a veces de manierismo. Pero esto no es un defecto mayor, porque escribir ficción es construir un edificio que, además de capiteles y ojivas, esté apoyado en sólido cemento y vulgares ladrillos (la comparación viene a cuento porque el autor es, por cierto, arquitecto). “En literatura, lo importante son los detalles”, afirmaba Nabokov. Nielsen sabe insertarlos. Detalles, objetos, pequeñas cosas que van iluminando la narración, dotándola de sentidos: los caracoles en el primer relato, “Alucinantes caracoles”, sirven de contrapunto y comentario a una sutil trama amorosa. Cadáveres sumergidos en una bañera, en el cuento “Adentro y afuera”, sobre los avatares de un empleado de pompas fúnebres. Un rompecabezas concentra todo el relato “Tatuaje de cartón”. Las fotos son cruciales en el cuento de ese nombre y en “Magalí”. La lava, los cadáveres carbonizados, lo son en el cuento que da título al libro, un relato esencialmente visual, casi un ejercicio de naturaleza plástica.
Un cuento perfecto requiere, además de esa música, que la materia narraiva alcance el ensamblaje propio de un mecanismo de relojería. Atmósfera, trama y resolución deben conjugarse y realimentarse. Nielsen roza esa rara magia en dos cuentos: uno es “Las fotos”, que relata el viaje en un tren suburbano y la experiencia de ese microcosmos que es un vagón de gente apretujada. Es un cuento clásico, con la redondez y la contundencia de una naranja, cuya última línea reinterpreta el texto entero, forzando al lector a releerlo a la luz del inesperado remate.
Aún mejor es, a mi juicio, “Tatuaje de cartón”, de resonancias Onettianas: un aúltero regresa de un viaje trayendo un rompecabezas como regalo para su hijo. A medida que las piezas se van rearmando, irá emergiendo de manera ineluctable y feroz, una turbia historia pasada. Apenas sugerida, la trama es de una infinita crueldad y está escrita con la precisión de un engranaje
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