18.8.06

SANDRA RUSSO / EL NOMBRE DE LA COSA

“Cuando todo empezó, él estaba casado y no conmigo. Así que fuimos amantes. Yo nunca había tenido amante. De verdad. Había tenido muchas parejas y novios, algunos casi de pasada, pero eso no es un amante. Hasta con los que estuve de pasada había ido al cine. Esa temporada frenética que duró mucho más allá de lo agradable (las esposas deberían saber que las amantes suelen pasarla muchísimo peor que ellas, que con un poco de suerte no se enteran de nada), la relación tenía una sola escenografía: los telos. Yo había frecuentado alguno que otro en mi más tierna juventud, y el reingreso a ese universo de cuerina roja y espejos en el techo me alteró considerablemente. Cada vez que escucho a alguien decir que los telos son vulgares me río. ¡Obvio! El súper yo es el de diseño, el inconsciente flota en un magma chancho y fétido, ¿o qué se imaginaban? ¿Que lo reprimido tiene el ruedo bien cosido y terminaciones de encaje de Bruselas? La clandestinidad, ese tono de voz muy baja con el que se pide “una común” (éramos gente grande, no íbamos a estar alquilando la suite egipcia), la complicidad con la que el camarero dejaba los whiskies en la puerta y se retiraba antes de que se abriera, la música funcional con hits románticos, en fin, todo era grasa y hot.
Quien haya salido con un casado me comprende. La adrenalina es mucha, igual que la lucha. Y es cruel. En esa época yo me analizaba. Y también frecuentaba a una pareja amiga que me invitaba a comer asados los domingos. Ellos encarnaban para mí la dulzura hogareña. Un día me sirvieron champiñones a la parrilla. Quién sabe por qué –acaso porque ese día se trataron con más cariño que de costumbre, porque ella se sentó a upa de él o porque él le dio de comer un champiñón a ella en la boca –, desde ese día yo le decía a mi analista:
-Estoy harta de ser mujer pantera. Me quiero champiñonizar.
Ella, que me conocía, observaba:
-Te sale mejor la mujer pantera. Disfrutá.
Pero yo rompía con los champiñones. Y eso que en esa etapa viví algunas de las sensaciones más maravillosas de mi vida. La pasión en bruto, el deseo en seco, los preparativos nerviosos y titilantes de cada encuentro. ¿Cuándo, antes o después, me entretuve tanto mirando vidrieras de lencería? Acopié decenas de bombachitas y corpiños de todos los formatos y colores. Hice gimnasia, levanté pesas, me hice limpieza de cutis, me depilé a conciencia, me cuidé el pelo, me limé las uñas, me compré una peluca rubia, en fin, tenía toda la semana libre para llegar a la cita lo más perfecta posible. Y esos combates. Ah, qué delicia. Combates amorosos de tres o cuatro horas de tiempo suspendido. Nadie sabía dónde estábamos y nadie podía venir a interrumpirnos. Era un vitro, claro, un amor de probeta congelado en el fuego que había entre nosotros. Aun así, yo rompía con los champiñones. ¿Puede ser? Yo quería untar tostadas, hacer sopa, mirar tele, tener noni, en fin, quería cositas simples pero las quería con la ilusión infantil de toda enamorada: protagonizada por él y por mí, esa película de menudencias cotidianas sería sublime, ligeramente sofisticada, porque eso vinieron a representar los champiñones: un entrecasa con charme. Lo cual equivale a decir que pretendía (¡Mi Dios, las cosas que una pretende!) ponerme las pantuflas y sentirme sexy.

Después se separó. Mamita. Y tuvo el descaro de decirme que se había separado por mí. Eso fue jugar sucio. Ahí empezaron los problemas. Qué por mí. Les firmo donde quieran que se hubiese separado por cualquier otra. Pero yo estaba ahí. Y él ya tenía un departamento recién alquilado al que yo iba a visitarlo. Casa de recién separado. Muebles rejuntados y mucha melancolía. Me dan pena los hombres separados, aunque digan que lo hicieron por mí. Las mujeres seguimos viviendo en la misma casa y despertándonos en la misma cama y los chicos desayunan a la misma hora y falta alguien, claro, y duele, pero la vida exterior no nos recuerda a cada segundo que quemamos las naves. Los hombres son los que se van. ¿Leyeron “Intimidad”, de Hanif Kureishi? Se los recomiendo. Es la radiografía más pura que he visto del alma masculina en trance de separación. Demoledora. Es un tipo que solamente está por separarse pero todo el tiempo uno aspira la angustia de quien está por viajar a otro continente. Y es exactamente lo que le pasa a un hombre cuando se separa. Cambia de continente. Tiene que reconstruirse en un nuevo lugar, tiene que aprender otros ruidos, oler otros olores, saludar a otro portero, hacer las compras en otro supermercado, despertarse solo, extrañar aquellos otros ritos, preguntarse inevitablemente si valió la pena, reconsiderar una y mil veces si fue valiente o torpe. Me dan pena los hombres que se separan. Él me daba pena. Y con la pena, entramos a otra etapa en la que pasé de la pena a la indignación. “Ya me separé. Haceme feliz”. ¿Alguna vez creyeron escuchar algo tan tremendo como eso, aun en silencio, aun con gestos delicados, aun con miradas perdidas en el balcón de enfrente? Si creyeron escuchar algo así, conocerán la forma deforme que toma la palabra “felicidad” cuando en lugar de brotar como una flor silvestre necesita excavaciones industriales dignas de una empresa petrolera. En esas condiciones, la “felicidad” no fluye: se extrae, como una muela.”

(Extracto del libro “No somos perfectas”, 18 mujeres al borde de un ataque de nervios, ideado por Mori Ponsowy, editorial “Del Nuevo Extremo”)

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