Cáceres es una ciudad de Extremadura, España. Tiene un pequeño centro medieval, con calles ajustadas y de trazado tortuoso, por los que no pueden transitar los autos. Los muros son de piedra. Parece una Siena gris. Es maravillosa. Es patrimonio de la Humanidad, según la Unesco y sus propios habitantes.
Cuando llegan las seis de la tarde, el cielo se llena de murciélagos y de pterodáctilos, que van tapando la luz hasta la noche. Alguien me explica que no son murciélagos sino becejos, unos pájaros cercanos a las golondrinas, muy bonitos de cerca, pero con un vuelo agresivo y cegado, como comandado por radares. Me da la razón: parecen murciélagos. Millones de murciélagos. Y agrega:
- A las que más odiamos es a las cigüeñas.
Miro cómo esos bichos enormes bajan sobre sus nidos. Entre punta y punta de ala desplegada debe haber más de un metro y medio.
- Son la especie más grande del planeta. Sus nidos pesan entre trescientos y quinientos quilos, y son más fuertes que las piedras de Cáceres.
Me muestra una almena caída desde lo alto. Me muestra dos cornisas rotas, una chimenea del año novecientos, quebrada en dos por el exceso de peso de esos nidos. Un arco apuntalado. “¿Y por qué no las matan?”, le pregunto. Porque las cigüeñas gigantes son fauna en extinción.
Podían haberlas echado al principio, con los primeros nidos, pero quién iba a imaginarse que serían miles, y estropearían los edificios de una ciudad patrimonio histórico. De una ciudad que no se puede alterar, ni renovar, ni demoler. Ellas lo hacen sin culpa, por el mero hecho de existir. La preocupación de la Diputación es alta: la especie en extinción se ha convertido de detalle exótico a piqueta de alturas. Si Cáceres se queda sin castillos, se queda sin turismo.
Los de Greenpeace ven este suceso como un milagro de la vida.
Los de Cáceres, como un atentado a sus arcas.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario