I
Mi amante furioso grita que estoy loca, escupe
sobre mi rostro. ¿De qué sirve tanto cerebro
si emocionalmente nací atrofiada? Su analista vaticina
que en tres años enloquezco--dejar que el peso caiga
donde corresponde, rendirme al fin, sólo dormir.
Al principio, pensé que Dios lo enviaba.
Ahora quisiera verlo muerto. El primer día
hablamos de libros. El había leído todo
salvo Szymborska. La realidad exige
que también digamos esto:
la vida sigue.
Sigue en Cannae y Borodino,
en Kosovo Polje y en Guernica, dije.
Él conocía el año,
el lugar, los héroes,
de cada batalla. Habló de Aníbal
contra los romanos en Apulia.
Kosovo era un campo de aves negras.
Más tarde, imaginé olivares, sembradíos de higueras
mientras hacíamos el amor. Venía música
de los yates anclados en Actium,
bailaban parejas en las cubiertas llenas de sol.
Di gracias a Dios por él
pero esa noche soñé
con otro. Otro que había leído
menos libros, pero tenía ojos
generosos y azules, una piel tan blanca
como la mía. No me fui con él:
los poemas de Derek Walcott y dos espadas
de plástico para Matías pudieron más. Mi alma
es un tahúr. ¿Qué mujer no anhela ser una diosa?
II
El infierno empezó un mes después
en la puerta de nuestro nuevo hogar.
Donde estuvo Hiroshima
está Hiroshima una vez más. Desde el primer día
quise incendiar mi vida, huir
con mi niño, sin dejar
siquiera un alfabeto.
Te siguen enemigos
hasta el borde del abismo, pero saltar
no es fácil. Intenté amar
la delgadez repentina de sus labios,
sus dientes apiñados, su pelo
al manchar mi almohada de plumas blancas.
Sus pies dormidos
eran los de un extraño.
Ah, este mundo aterrador
no carece de encantos,
de mañanas
que hacen que despertar valga la pena.
Juntos, los domingos eran buenos:
había patos y ñandúes
en el zoológico de Buenos Aires; en verano
levantamos una carpa en el jardín.
III
Como tantas veces, me fui.
Huyendo me he pasado la vida.
Sólo con mis libros, al principio,
amontonados en cajas de cartón
que me regalaban en cualquier kiosko.
Empacar es más difícil ahora
que mi hijo está conmigo.
El domingo, en una función de títeres,
Matías me preguntó si yo moriría
cuando él creciera. Cómo decirle
que poco importa mi muerte,
sino salvarnos de mí, encontrar
un lugar para vivir sin miedo.
Tal vez todos los campos sean campos de batalla,
los que recordamos,
los que han sido olvidados:
los bosques de abedules, los bosques de cedros,
la nieve y la arena, los pantanos tornasolados—
Quizá mi lugar sea aquí—
¿Podré no repetirme
si hasta las estrellas vuelven milenios después?
No encuentro respuestas y una
y otra vez he dejado a los hombres
que me las daban.
¿Qué moraleja fluye de esto? Quizá ninguna.
Sólo la sangre, secándose pronto,
y, como siempre, algunos ríos, algunas nubes.
Algunas mañanas de invierno
me despiertan los pasos de Matías
que sube a saludarme
y entonces no puedo evitar
sentirme feliz.
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