- Hace dos meses –dijo Silva, la mujer.
- ¿Dos meses de qué?
- Que no venís.
Yo había estado tres semanas haciendo un concurso de arquitectura y no había dormido nada en los últimos cuatro días. También había viajado al Chaco.
- Un mes –le corregí-. Desde la última vez que hablamos por teléfono, un mes.
- Está muriéndose –dijo ella, regresando a la habitación-. No creo que quiera verte.
En el pasillo había una balanza. Me subí. Ochenta y cinco, cuando debería estar pesando setenta y nueve. “Una catástrofe”, me dije. Me senté en el suelo, a esperar. En eso llegó el primo abogado, Daniel. Dijo que casi no había esperanzas. Unos hongos le habían tomado la faringe. Estar sin defensas contribuía a la reproducción de las esporas. Los corticoides habían suplantado a las quimios, por lo que el cáncer podía haber crecido por adentro del cuerpo. La “N” de la puerta significaba que no se podía entrar. Sin embargo, Silva salió y dijo que el Sapo quería verme. “Obvio”, pensé. Que me sacara el buzo, me lavara las manos con detergente, estuviera poco.
Me hubiera gustado entrar a solas, pero ella se metió conmigo. El Sapo estaba flaco, pelado, con una especie de barba candado que nunca le había visto. Sobre la cabecera de la cama, en un saliente de la pared, había una colección de muñequitos de los que vienen en los huevos Jack. Los Simpsons. Me senté del lado izquierdo de la cama y apreté la mano fría del Sapo. Le dije que yo también los estaba coleccionando, y que me molestaba que en la nueva edición los muñecos vinieran sin articular, con lo lindos que eran los de antes.
- Hay algunos nuevos que son articulados – dijo él, con apenas un hilo de voz.
- No te creo.
- Mostrale – le dijo a la mujer-. El Homero que tiene la cara marrón.
Silva agarró un Encía Sangrante, luego un Apu; no lo encontraba, o no sabía, o no le importó. El Sapo le dio la indicación exacta con una sonrisa. Tenía los dientes manchados de negro. Ella pudo encontrar el muñequito.
- Mirá vos – le dije.
- ¿No lo tenés?
- No.
- Te lo regalo.
Yo no podía dejar de apretarle la mano. Me preguntó qué había hecho estos días y le conté de mi concurso de arquitectura al que le habían dado una generosa prórroga de entrega y después, malignamente, la habían quitado. Por lo que, imaginé, todo el mundo tuvo que apurarse y entregar cualquier cosa. También le conté del viaje a Chaco, al congreso de Mempo. Me escuchaba con la respiración agitada, como si acabara de correr una larga carrera. Me guardé el muñequito, me despedí y salí.
Después de eso supe que preguntó la hora un par de veces, que se durmió y, para las tres y media del domingo, ya no quiso saber más nada. Estaba a dos días de cumplir cuarenta y tres años.
Homero Simpson mueve los dos brazos y tiene un delantal blanco que dice “KISS THE CHEF”.
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