No soportaba dejarlo solo en la habitación
después de que murió. Durante meses
siempre hubo alguien con él, estuviera dormido,
despierto, en coma, siempre alguien, pero después
nos quedábamos fuera y él dentro,
solo: como si lo único importante fuera su conciencia,
ese hombre que tuvo tan poca conciencia, que fue
90% cuerpo. Yo no soportaba
esa forma de tratarlo como basura, íbamos a quemarlo,
como si sólo importara el alma. Quién era ése
si no él, tirado ahí, seco y abandonado.
Me enfrentaría a quienquiera
que no respetara ese cuerpo: que viniera
un estudiante de medicina y se atreviera a hacer un chiste sobre su hígado
y lo derribaría. Hubiera sido tan bueno tener a quien derribar.
Y si lo íbamos a quemar,
quería quemarlo entero, no ver
su brazo mañana en el cuerpo de alguien
en Redwood City, o que le arrancaran
la lengua para transplantarla, o ese ojo renuente.
Y qué si su alma ya no estaba,
yo lo conocí desalmado toda mi infancia, lo veía
acostado en el rincón más oscuro de la sala
con la boca abierta en el sofá
y ahí no había nada más que su cuerpo.
Así que en el hospital, me quedé a su lado,
acaricié sus brazos, su cabello,
no pensaba que estuviera ahí
pero igual ése era el hombre que yo había conocido,
un hombre hecho de sustancia espesa,
un hombre crudo, como esos seres primitivos
que poblaban el mundo antes de que Dios tomara
su peculiar arcilla y creara
a su propia gente.
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