Doblé, con mi taxi, en la esquina. La nena cruzó fanáticamente delante del auto; hubo frenos y un golpe. El pasajero, que había insistido en sentarse en el asiento del acompañante, se quebró, apretado contra la guantera. Zapatito en el aire.
Cerré los ojos espantado y, al abrirlos, estábamos otra vez doblando, un minuto antes. La nena había cruzado y seguía su camino, a salvo, como si el tiempo se hubiera desleído.
El pasajero, sofocado, transpirando, con la mirada roja de las instantáneas, al ver mi cara de desconcierto, pronunció la segunda frase del día (la primera había sido la indicación del lugar al que íbamos):
- Fui yo -dijo-. No soy de este planeta.
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