Intermedio antes de arrancar con “Othelo termina
mal”: Kartun dio una clase abierta, en esa misma mesa, que quiero mencionar.
Dijo que hasta hace poco había solo dos eventos públicos que nos contaban
historias: el cine y el teatro. También hay más eventos públicos y populares,
esos que provocan una reunión de interesados, pero no cuentan ninguna historia.
Él nombró el fútbol, del que es fan, y los recitales. Yo le agrego las
maratones, las manifestaciones, las misas. En todos esos no se cuenta ninguna
historia, al menos nueva (la historia de una misa es siempre la misma, repetida
hasta el hartazgo). Y todos esos eventos aprendieron algo técnico del cine o
del teatro. Basta ver un partido de fútbol por tv: hay acercamientos que
revelan faltas o gambetas ejemplares, hay repetición en los goles, para que los
disfrutemos desde diferentes ángulos y visiones. Ni hablar de lo que
aprendieron del teatro los mentirosos de las iglesias evangelistas, con actores
que se desmayan y sacan sus demonios en vivo y en directo ante cientos de ojos
ingenuos. Cine y teatro se han movido en la historia como espectáculos
narrativos públicos hasta que llegó el streaming, según Kartun. Y
confesó que alguna vez pensó que el cine podía borrar al teatro, con todos sus
trucos magnificados. Pero el streaming y los nuevos
dispositivos hicieron que el cine cambiara público por espectadores. Estoy de
acuerdo con él.
Ayer a la noche, por ejemplo, vi “Hight life” en el
Cosmos, con una pareja de amigos escritores. Las butaquitas incómodas ya no
sirven para seguir una película de casi dos horas. Y si tenés la suerte de que
den la película no-tanque en un shopping, la comodidad mejora pero los
agregados del pochoclo de los otros, con el olor a grasa más el horrible sonido
de la masticación, empeoran la experiencia hasta el hartazgo. Y la entrada en
los shoppings suele ser carísima. No en el Cosmos, aunque la película que vimos
era evidentemente bajada de Internet. A los subtítulos les fallaban las eñes,
los acentos, las diéresis. Un papelón. Los tres pensamos que era mucho mejor
verla en nuestras casas. Mi propio home teather improvisado me
permite la comodidad de una cama grande, de parar la peli para hacer pis o de
servirme un whisky. Es como si el mismo cine se hubiera rendido a la
individualidad, bajando los brazos en las comodidades o intentando cambiar los
ingredientes de la experiencia (cosa que ningún cinéfilo quiere). Salvo que
asistamos al Bafici o al Festival de Mar del Plata, en el cine se acabó la
reunión. En cambio esa reunión pública sigue viva en el teatro, un evento que
apela a las mismas herramientas que tenía hace 2500 años, sucede solo
presencialmente y cada vez tiene más seguidores.
“Othelo termina mal” me sorprendió. Contaba con que
el director era un maestro de la técnica clown, pero esperaba poder
seguir la historia más o menos como la había visto en otras representaciones o
películas. Y me encontré riéndome a carcajadas, otra vez, como a mis 25 años
frente a las ideas disparatadas de Chamé. Ideas que no siempre son nuevas,
muchas ya las vimos en funciones de circos ajenos: una maquinaria que yo
pensaba que podía haber mermado en eficiencia, por lo gastada e infantil. No
pasa: la obra es muy atractiva. Tiene cantidad de gags, graciosos juegos de
palabras, gente que se mueve de un modo extraño. Gabriel Chamé Buendía es un
renovador de recursos ya vistos para darles una visión nueva. Revisitar es otra
manera de inventar. Sus efectos son también afectos, porque nos sacan una risa
tierna que es casi la misma con la que nos reíamos cuando éramos chicos. Y
Othelo, además y contra toda carcajada, sigue terminando mal, como tiene que
ser. La escena del Moro asesinando a Desdémona es híper violenta, mucho más que
muchas escenas de muertes violentas en el cine. Hecha, esta vez, con (casi)
nada.
La economía de recursos es extraordinaria. Unos paralelepípedos de fibrofácil, más tres mesitas y una tela plateada son todo lo que tienen como escenografía. Y esos objetos se convierten en pedestales, escaleras, pantallas, ropa, escondites, marcos, camas, transportes, mares, fantasmas y cortinados, además de ser asientos y mesas. Chamé director nos cambia el punto de vista de las escenas como si fuera el mejor cine. Vemos con la vista rasante de Ozu, pero sin que nadie nos ponga una cámara cerca del piso para obligarnos a ver así. Vemos a alguien recitar desde las alturas en un escenario que no tiene la maquinaria elevable del San Martín. Y hasta vemos la escena de la taberna en cenital, solamente porque los actores –extraordinarios, los cuatro- se inclinan convenientemente para contribuir a nuestra vista de pájaro. Los personajes bajan escaleras que no existen, aparecen o desaparecen en el aire como en actos de magia. Tuve un plus de imaginación el domingo a las 18 horas cuando volví a la misma sala a presenciar el unipersonal de Chamé “Llegué para irme”. Como si el despliegue creativo de la noche anterior hubiera sido poco, acá le saca un jugo adicional a –juraría- las mismas mesitas y sillas, que pasan también a convertirse en aparatos de acrobacia, heladeras o lavarropas.
Bueno, todo eso lo hacen ellos, los actores. Matías
Bassi es Othelo; Elvira Gómez es Desdémona, Brabancio, Montano y Bianca;
Gabriel Beck es Yago y es el Duque; y el increíble Martín López Carzolio es
Rodrigo, Cassio, Emilia, Brabancio (cuando Elvira hace de Desdémona) y
Ludovico. Podríamos explicar que Elvira no puede hacer de Desdémona y de su
padre al mismo tiempo; sin embargo, Martín hace de Rodrigo espadeando a muerte
contra Cassio y actúa la desopilante contienda desdoblado. Ni qué hablar de lo
que muestra Chamé en su unipersonal: verlo actual es un lujo que no debería
perderse nadie.
Spoiler final de la escena de la taberna en “Othelo
termina mal”: le cantan a Cassio una cumbia que, creo, es “El gato volador”.
Con la letra cambiada para que sirva a la obra, obviamente. Están todos
borrachos. Para decir lo bravo que puede ser Othelo, mientras golpean sus
jarros de chapa contra las mesas, los mamados entonan este estribillo: “El Moro
es de Morooooón, el Moro es de Morooooón”.
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