2.10.19

¡EL MORO ES DE MORÓN! / GABRIEL CHAMÉ BUENDÍA Y COMPAÑÍA

A principio de septiembre se realizó en el Caras y Caretas de la calle Sarmiento una conferencia con un título demasiado amplio para ser atractivo, “El devenir de la cultura”, de la que participaron cinco figuras que sí son atractivas, y por eso me anoté para ir. Los cracks fueron María Onetto, Norman Briski, Gabriel Chamé Buendía, Mauricio Kartun y Pedro Saborido, moderados por la periodista Sandra Commisso. Del único que casi no conocía nada era de Chamé: lo había visto realizar un pequeño espectáculo cuando ganó en teatro en la Primera Bienal de Arte Joven, de la que yo participaba como escritor. Recuerdo cuánto me reí, y eso que aquella era una época propicia para la risa: estaba el Parakultural con los Melli, las Gambas al Ajillo, Tortonese, Urdapilleta, Batato y compañía. Risas sobraban, aunque soy de los que creen que la risa no debe sobrar nunca, salvo que te dé asma.
En la mesa del Caras, Saborido dijo estar contaminado por la cobardía de la televisión: cuando le propusieron preparar un show teatral en esa sala, él armó algo con Mosquito Sancineto y otros improvisadores en pequeños sketches, uno seguido del otro con rapidez televisiva, para asegurarse la mirada interesada de los jóvenes que siguen a Capusotto. Pero dijo también que celebraba a aquellos que se la seguían jugando en la mesa teatral. Nombró a Briski, por ejemplo, haciendo “Potestad” en teatro noh: lo más anti comercial que se pueda apostar para representar la obra de Pavlovsky. Y la obra es un éxito (en parte por la eximia actuación de María Onetto). Saborido también nombró a Gabriel Chamé Buendía y la jugada de hacer una de las tragedias que peor termina de Shakespeare en tiempo de clown, y que fuera divertidísima. Entonces me di cuenta de que no había visto nada más de aquel creador que alguna vez y por una cortísima media hora admiré con ganas.
Intermedio antes de arrancar con “Othelo termina mal”: Kartun dio una clase abierta, en esa misma mesa, que quiero mencionar. Dijo que hasta hace poco había solo dos eventos públicos que nos contaban historias: el cine y el teatro. También hay más eventos públicos y populares, esos que provocan una reunión de interesados, pero no cuentan ninguna historia. Él nombró el fútbol, del que es fan, y los recitales. Yo le agrego las maratones, las manifestaciones, las misas. En todos esos no se cuenta ninguna historia, al menos nueva (la historia de una misa es siempre la misma, repetida hasta el hartazgo). Y todos esos eventos aprendieron algo técnico del cine o del teatro. Basta ver un partido de fútbol por tv: hay acercamientos que revelan faltas o gambetas ejemplares, hay repetición en los goles, para que los disfrutemos desde diferentes ángulos y visiones. Ni hablar de lo que aprendieron del teatro los mentirosos de las iglesias evangelistas, con actores que se desmayan y sacan sus demonios en vivo y en directo ante cientos de ojos ingenuos. Cine y teatro se han movido en la historia como espectáculos narrativos públicos hasta que llegó el streaming, según Kartun. Y confesó que alguna vez pensó que el cine podía borrar al teatro, con todos sus trucos magnificados. Pero el streaming y  los nuevos dispositivos hicieron que el cine cambiara público por espectadores. Estoy de acuerdo con él.

Intermedio antes de arrancar con “Othelo termina mal”: Kartun dio una clase abierta, en esa misma mesa, que quiero mencionar. Dijo que hasta hace poco había solo dos eventos públicos que nos contaban historias: el cine y el teatro. También hay más eventos públicos y populares, esos que provocan una reunión de interesados, pero no cuentan ninguna historia. Él nombró el fútbol, del que es fan, y los recitales. Yo le agrego las maratones, las manifestaciones, las misas. En todos esos no se cuenta ninguna historia, al menos nueva (la historia de una misa es siempre la misma, repetida hasta el hartazgo). Y todos esos eventos aprendieron algo técnico del cine o del teatro. Basta ver un partido de fútbol por tv: hay acercamientos que revelan faltas o gambetas ejemplares, hay repetición en los goles, para que los disfrutemos desde diferentes ángulos y visiones. Ni hablar de lo que aprendieron del teatro los mentirosos de las iglesias evangelistas, con actores que se desmayan y sacan sus demonios en vivo y en directo ante cientos de ojos ingenuos. Cine y teatro se han movido en la historia como espectáculos narrativos públicos hasta que llegó el streaming, según Kartun. Y confesó que alguna vez pensó que el cine podía borrar al teatro, con todos sus trucos magnificados. Pero el streaming y  los nuevos dispositivos hicieron que el cine cambiara público por espectadores. Estoy de acuerdo con él.

Ayer a la noche, por ejemplo, vi “Hight life” en el Cosmos, con una pareja de amigos escritores. Las butaquitas incómodas ya no sirven para seguir una película de casi dos horas. Y si tenés la suerte de que den la película no-tanque en un shopping, la comodidad mejora pero los agregados del pochoclo de los otros, con el olor a grasa más el horrible sonido de la masticación, empeoran la experiencia hasta el hartazgo. Y la entrada en los shoppings suele ser carísima. No en el Cosmos, aunque la película que vimos era evidentemente bajada de Internet. A los subtítulos les fallaban las eñes, los acentos, las diéresis. Un papelón. Los tres pensamos que era mucho mejor verla en nuestras casas. Mi propio home teather improvisado me permite la comodidad de una cama grande, de parar la peli para hacer pis o de servirme un whisky. Es como si el mismo cine se hubiera rendido a la individualidad, bajando los brazos en las comodidades o intentando cambiar los ingredientes de la experiencia (cosa que ningún cinéfilo quiere). Salvo que asistamos al Bafici o al Festival de Mar del Plata, en el cine se acabó la reunión. En cambio esa reunión pública sigue viva en el teatro, un evento que apela a las mismas herramientas que tenía hace 2500 años, sucede solo presencialmente y cada vez tiene más seguidores.

“Othelo termina mal” me sorprendió. Contaba con que el director era un maestro de la técnica clown, pero esperaba poder seguir la historia más o menos como la había visto en otras representaciones o películas. Y me encontré riéndome a carcajadas, otra vez, como a mis 25 años frente a las ideas disparatadas de Chamé. Ideas que no siempre son nuevas, muchas ya las vimos en funciones de circos ajenos: una maquinaria que yo pensaba que podía haber mermado en eficiencia, por lo gastada e infantil. No pasa: la obra es muy atractiva. Tiene cantidad de gags, graciosos juegos de palabras, gente que se mueve de un modo extraño. Gabriel Chamé Buendía es un renovador de recursos ya vistos para darles una visión nueva. Revisitar es otra manera de inventar. Sus efectos son también afectos, porque nos sacan una risa tierna que es casi la misma con la que nos reíamos cuando éramos chicos. Y Othelo, además y contra toda carcajada, sigue terminando mal, como tiene que ser. La escena del Moro asesinando a Desdémona es híper violenta, mucho más que muchas escenas de muertes violentas en el cine. Hecha, esta vez, con (casi) nada.

La economía de recursos es extraordinaria. Unos paralelepípedos de fibrofácil, más tres mesitas y una tela plateada son todo lo que tienen como escenografía. Y esos objetos se convierten en pedestales, escaleras, pantallas, ropa, escondites, marcos, camas, transportes, mares, fantasmas y cortinados, además de ser asientos y mesas. Chamé director nos cambia el punto de vista de las escenas como si fuera el mejor cine. Vemos con la vista rasante de Ozu, pero sin que nadie nos ponga una cámara cerca del piso para obligarnos a ver así. Vemos a alguien recitar desde las alturas en un escenario que no tiene la maquinaria elevable del San Martín. Y hasta vemos la escena de la taberna en cenital, solamente porque los actores –extraordinarios, los cuatro- se inclinan convenientemente para contribuir a nuestra vista de pájaro. Los personajes bajan escaleras que no existen, aparecen o desaparecen en el aire como en actos de magia. Tuve un plus de imaginación el domingo a las 18 horas cuando volví a la misma sala a presenciar el unipersonal de Chamé “Llegué para irme”. Como si el despliegue creativo de la noche anterior hubiera sido poco, acá le saca un jugo adicional a –juraría- las mismas mesitas y sillas, que pasan también a convertirse en aparatos de acrobacia, heladeras o lavarropas.

Bueno, todo eso lo hacen ellos, los actores. Matías Bassi es Othelo; Elvira Gómez es Desdémona, Brabancio, Montano y Bianca; Gabriel Beck es Yago y es el Duque; y el increíble Martín López Carzolio es Rodrigo, Cassio, Emilia, Brabancio (cuando Elvira hace de Desdémona) y Ludovico. Podríamos explicar que Elvira no puede hacer de Desdémona y de su padre al mismo tiempo; sin embargo, Martín hace de Rodrigo espadeando a muerte contra Cassio y actúa la desopilante contienda desdoblado. Ni qué hablar de lo que muestra Chamé en su unipersonal: verlo actual es un lujo que no debería perderse nadie.

Spoiler final de la escena de la taberna en “Othelo termina mal”: le cantan a Cassio una cumbia que, creo, es “El gato volador”. Con la letra cambiada para que sirva a la obra, obviamente. Están todos borrachos. Para decir lo bravo que puede ser Othelo, mientras golpean sus jarros de chapa contra las mesas, los mamados entonan este estribillo: “El Moro es de Morooooón, el Moro es de Morooooón”.

Othelo termina mal pero la pasás bien.

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