La urna era pesada, pequeña pero tan pesada,
como la vez, semanas antes de morir,
cuando quiso pararse y puse mi hombro
bajo el suyo, mi mejilla contra su
espalda desnuda repleta de pecas
mientras ella sostenía el orinal. Había perdido
la mitad de su peso
y aún así pesaba tanto que casi no lográbamos sostenerlo
mientras expulsaba la orina crepitante
como fuego líquido. La urna
pesaba lo que ese metro ochenta, se calentaba
en mis manos mientras la acariciaba bajo el pinsapo azul.
La pala sacó la última bocanada de tierra
de la tumba—habrá hecho el mismo ruido arenoso
cuando rasparon sus cenizas del horno—
los demás llegarían en cualquier momento y yo
quería abrir la urna como si sólo así
pudiera conocerlo. Sobre el césped húmedo,
bajo los conos cubiertos de rocío,
forcé la parte de arriba, se abrió, y
ahí estaba, la verdadera materia de su ser:
racimitos de huesos moteados; un arco óseo
descolorido, como un hongo nacido
alrededor de una rama; guijarros manchados:
quizá las manchas fueran los canales de su médula,
quizá por ahí nadaron moléculas vivas
como si tuvieran una voluntad
que pudiera llamarse propia,
quizás en cada célula los cromosomas
emitieron destellos de luz al dividirse, chispas
al dejar atrás sus copias
relucientes. Miré ese salpicón de escamas,
esos restos semejantes a un avispero
de papel deshecho: qué era eso, era un hueso
de su muñeca, era su rótula elegante,
su quijada, o quizá esa parte de su cráneo blanda
al nacer: lo miré,
sus huesos y las cenizas donde yacían, blancas,
plateadas, como esas trémulas serpentinas de polvo
que la tierra va dejando a su paso al girar,
se siente su rugir pesado mientras se aleja.
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