Una semana después de que murió
de pronto entendí
que su amor por mí estaba seguro:
ya nada lo podría alterar. A veces,
durante el último año, su rostro se iluminaba
cuando yo entraba a su habitación,
y una vez, medio dormido,
sonrió al pronunciar mi nombre.
Respetaba mi arrojo:
la vez que me ataron a la silla,
ataron a alguien que él respetaba, y cuando
dejaba de hablar durante semanas enteras,
yo era uno de los seres a quienes no le hablaba,
alguien con un lugar en su vida.
La última semana lo dijo sin querer:
entré a su cuarto y le pregunté
“Cómo estás,” y contestó, “Yo a ti también”.
Desde entonces, temí perder esas palabras.
Hasta el último momento podía equivocarme,
ofenderlo. Bastaría una de sus muecas de disgusto
para que volviera a joderme la vida.
Intenté no pensar demasiado,
ayudaba a cuidarlo, le limpiaba el rostro,
lo acompañaba.
Pero un rato después de que murió,
de pronto pensé, con asombro, ahora
siempre me amará, y me reí:
estaba muerto, ¡muerto!
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