9.11.24

ECHANDO UNA MONEDA EN LA RANURA / SYLVIA IPARRAGUIRRE

“1950, en California. Sentada en un banco de la biblioteca de la universidad local, espero. Es la hora de la siesta y salvo yo no hay nadie en el salón. En medio del silencio, roto por algún aletear de palomas o algún grito lejano, se abre con ruido la puerta y entra un hombre joven, de anteojos gruesos y pantalones bermudas color caqui. De expresión amistosa y sonriente, su frente lleva la inscripción “Bueno con los perros”, que algunos vemos. Californiano y solar, me sonríe; sabe que no puedo estar ahí, pero nada es imposible en el horizonte que lo circunda, y existo como parte de un mundo paralelo. Sin apuro -es un prestidigitador que sabe que maravillará a la audiencia-, Bradbury saca una moneda del bolsillo y me la muestra en el aire. Con irónica precisión, como si realizara una operación peligrosa, la echa en la ranura. Se oye un tintineo luego un estrépito seco y mecánico; se ha soltado el cepo que traba la Underwood a la mesa y el reloj echa a andar: a diez centavos la media hora. Ray abre los brazos, palmas adelante, como quien dice: ¡Ya está!, o ¡Voilá!, y se sienta a teclear como un desaforado. Fahrenheit 451 le costó nueve dólares con ochenta centavos. Bradbury es pobre, casado y con dos hijas, y en su casa, de módico alquiler, no tiene lugar para escribir. Y de eso vive la familia; de las prodigiosas historias que salen de sus manos con la naturalidad con que se pela un maní. Del rumor parejo de las teclas se  elevan mundos como hologramas que flotan en el espacio sobre su cabeza que ya es el negro espacio sideral y el Planeta Rojo y el hombre ilustrado y los mendigos de Irlanda y las doradas manzanas del sol y Picasso trazando en la arena un dibujo que se llevará el mar y la casa automática funcionando para nadie en un mundo abandonado y marcianos repitiendo un poema de Byron y oleadas de negros felices yéndose a Marte y astronautas disparados hacia la muerte en la nada infinita.

Y la eternidad esperando.”

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