Los metros cuadrados de un balcón para el valor de la
construcción se computan al cincuenta por ciento. Es así que si tenés un balcón
de seis metros cuadrados, en dinero vale como si fueran tres de superficie
cubierta. Sin embargo, en épocas de pandemia, donde uno tiene que pasar las
veinticuatro horas de cada día recluido en su casa sin salir, esos pocos
metritos al descubierto que solemos tener los habitantes de la ciudad de Buenos
Aires deberían pasar a valer el doble o el triple, porque se vuelven
fundamentales. Y no solo para salir a fumar, a regar o a colgar la ropa: ahora
se han convertido en oficinas, en lugares de almuerzos y cenas, en gimnasios o
sitios para recostarse a leer. Lo observo desde mi hamaca paraguaya colgada en
los pobres pero magníficos cuatro metros con cuarenta centímetros cuadrados de
mi quinto piso al contra fondo de Palermo.
En el pulmón de manzana conté veintitrés edificios visibles,
algunos muy altos que sobresalen por detrás de los que dan realmente al fondo
de la manzana; nueve casas, diez patios (cuatro de ellos son estacionamientos,
los de las torres más nuevas), siete terracitas parecidas a las que yo tenía en
Barracas y en la casa chorizo de Floresta en la que nací. Por los huecos del
perfil urbano se ven asomar plátanos altísimos desde Charcas, una palmera a
media altura por Paraguay y dos arbolitos que parecen álamos, modiglianenses, que me saludan desde
Bonpland. En uno de los patios donde hubo un colegio secundario y ahora hay una
agencia de publicidad veo dos higueras enormes (“hoy a mí me dijeron hermosa”,
Juana de Ibarborou). Solo dos balcones entre setenta -los conté, no me hago el
Baldomero Fernández Moreno- ostentan una profusión botánica de selva; la
mayoría son utilitarios como el mío. Algunas plantas, casi todos cactus o
agaves; algún aloe, una begonia, esos ejemplares que necesitan poco cuidado
para existir. Las medianeras más viejas, en cambio, están parcial o totalmente
tapadas por enredaderas. Cuento nueve, una más linda que la otra.
Mi lado arquitectónico llega hasta acá: estoy suspendido en
un quinto piso, o sea aproximadamente a quince metros del nivel de vereda,
desde hace diez días. No tengo tele ni cable. Tampoco tenía Internet, salvo el
del celular. Como trabajo en el Galpón Estudio, en Chacarita, concentré todas
las labores que exigen red en ese lugar grupal; mi casa siempre la he usado
para escribir. Hasta ahora, escribir una novela con Internet a mano me había
resultado imposible por lo distractivo. Soy de esa gente que convierte
cualquier costumbre rápidamente en vicio.
La pandemia me agarró sin aviso como a todos, por lo que no
pude instalarme ningún servicio de cable de urgencia. Por suerte mis vecinas
Marita y Carla se apiadaron y me convidaron su contraseña de wifi. Yo les pasé
masitas de vainilla y chocolate, algún whisky, un salmón. Me convidaron con un
ron rico y chipá; intercambiamos cigarritos, datos de lugares que te traen la
verdura o el pescado a domicilio y diálogos de sicología (Marita) y urbanismo (yo).
En cualquier momento empezaremos a pasarnos libros. Todo de balcón a balcón. Me
las encuentro cuando salimos a aplaudir. O sea: mi lado arquitectónico está en
estado contemplativo y conversador, con la máquina casi apagada, ya que el
Galpón me queda a una distancia que hoy se ve lejana.
Mi lado literario, en cambio, está feliz con el
confinamiento. Desgrabé un montón de material que tenía atrasado, escribí un
nuevo cuento de fantasmas y empecé a
darle forma a una novela de plantas extraterrestres que graban nuestra ciudad
desde sus semillas con forma de ojos. Mientras están en el árbol, cerradas,
exhiben una serie de vellos cortos alrededor de una línea horizontal. Cuando se
desprenden, abren los párpados y usan esas pestañas para planear. En el planeo
recogen información, como cámaras vegetales. Bien clase B.
Escribí sobre esta felicidad de mi encierro en el Facebook y
casi todos los que son escritores me contestaron que se sienten igual. La vida
del poeta es caserita. Algunos de mis colegas arquitectos me reprocharon que
estuviera contento en un momento de crisis en el que la gente muere, o puede
faltarle de comer. Una chica me dijo que romantizar la cuarentena es un
privilegio de clase, y otra, una gran profesional, me consta, que no podría
disfrutar de un momento como este en el que cientos de miles de humanos están
pasándola mal. Las dos tienen razón, pero yo no inventé la enfermedad. Hubiera
preferido que no existiera. Hasta ahora, como la única forma que encontré para
colaborar es quedarme en casa, decidí pasarla con alegría. Cocinando, amasando,
siesteando, fumando, comiendo, bebiendo, leyendo, escribiendo, dibujando y
ordenando la biblioteca. Y no bajando a la calle. Puedo entender la progresía
hacia afuera, nunca hacia dentro. Me encanta que revisar el Facebook sea una
obligación de contención y afecto. No escucho mucha música porque soy más amigo
del silencio. Tampoco miro demasiadas películas porque vi casi todo. Me levanto
o me duermo a la hora que quiero.
Creo que me va a costar más regresar a lo anterior que
seguir así.
Gustavo Nielsen es
arquitecto y escritor.
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