20.1.20

AUSCHWITZ EN LA VOZ DEL INTERIOR / DEMIAN OROSZ


"Berto es un catálogo viviente de odios y repulsiones. Es casi un nazi en estado puro, o más bien el estereotipo de un nazi, pero al mismo tiempo es un tipo bastante normal, al que le resulta más o menos natural odiar todo lo que odia.

Berto, a secas, es el personaje central de Auschwitz, la nueva novela de Gustavo Nielsen que para más de un lector funcionará como un perfecto artefacto de provocación. El autor de El amor enfermo y de los cuentos de terror reunidos en Marvin hace ahora su apuesta más audaz. “Quise crear culpa en el lector”, dice Nielsen, quien se define como un “manipulador de mentiras”.

En la novela, Auschwitz no designa al mayor campo de exterminio montado por el nazismo y que hoy es sinónimo de un horror sin nombre, sino que es el apellido de una chica judía con la que Berto se va a la cama. Esa noche, el muchacho que desprecia a los gordos, a los discapacitados, a los bebés y su olor a ricota, a las madres de esos niños, a los inmigrantes, a los gays y, en particular, a las judías, descubre que Rosana Auschwitz guarda su semen en el congelador. ¿Cuál es la razón de ese extraño acto?

El preservativo congelado será en verdad el primero de una serie de sucesos que precipitan a la novela en una zona de delirio donde se terminarán articulando la ciencia ficción paranoica con el pasado de horror de la última dictadura militar. Hasta ahora, ninguna otra ficción literaria argentina se había animado a merodear esa zona oscura sin dejar de lado el humor.

Berto parece no tener exactamente una ideología: lee Mi lucha sin entender demasiado y utiliza el Nunca más como un manual práctico a la hora de ponerse a torturar a un niño que se revelará como un extraterrestre y pieza clave de un plan siniestro.


¿Cómo surgió esta historia?
–Tomando LSD en casa de mi amiga Roxana. Vi toda la historia de la pérdida y recuperación del semen y la asocié con el libro que acababa de escribir sobre la pérdida y recuperación del amor: El amor enfermo. Supuse que podría armar un personaje paralelo a Saravia, que viviera en el mismo barrio, que tuviera su misma edad, pero que fuera malo. En Auschwitz, Berto es la contracara maldita de Saravia. Y el libro es mucho más físico que el otro, que era metafísico. O, al menos, eso intentaba ser.

¿La “fealdad” de la novela y el trabajo con materiales sucios es tu respuesta al dictamen de Adorno sobre la imposibilidad de escribir poesía después de Auschwitz, que incluís como epígrafe del libro?
–Berto hubiera contestado así: "Odio la poesía, esa cosa amorfa y blanda, de maricones." En todo arte hay un poco de ambigüedad, claro... pero la ambigüedad poética a veces se pasa. Creo que el arte es comunicación. Las historias que yo cuento deben ser las que los lectores entiendan. Para eso las escribo. Soy un cuentista, un manipulador de mentiras. Por eso me alegré cuando encontré la frase de Adorno: está puesta como un toque de humor. “Después de mi libro Auschwitz, la poesía dejará de existir”.

¿Pensaste que el título del libro (y pasajes como el que dice que Auschwitz suena como un estornudo) podía funcionar como una provocación para algunos lectores?
–Auschwitz, aunque haya empezado en un viaje de ácido, es una novela totalmente racional. El arte es racional. Lleva mucho tiempo escribir una historia, armar sus detalles. Por ejemplo, encontrar que Berto, cuando grita, en lugar de decir Ay!, dice Wasp! (la sigla en inglés que designa a las personas blancas, anglosajonas y protestantes). Todo lo que pasa en mis libros es intencional. Si provoco, es porque me estoy peleando con la gente, con las letras locales. Abundan las novelas policiales “a la inglesa”, para poder ser entendidas en otros países. Abundan las novelas de sintaxis clara y con pocos localismos, para poder ser traducidas a otros idiomas. Están escritas por señores gordos, para señoras gordas.


El antecedente de “El niño proletario” parece evidente. ¿Lo tuviste en mente a la hora de escribir “Auschwitz”?
–Osvaldo Lamborghini es uno de mis escritores favoritos.

El hecho de que el niño al que Berto tortura pueda ser un extraterrestre, ¿no es un modo de atenuar ese último grado de horror imaginable como es la violación y vejación sistemática de una criatura?
–El niño es de otro planeta. Se rie cuando Berto lo tortura. Las heridas se le regeneran solas. Es amigo de los murciélagos. ¡Resucita! Secuestró un preservativo por encargo de su madre, para desarrollar un plan maquiavélico. Tiene un policía deforme que lo cuida. Siembran de naranjas todo Palermo. Berto, como Fabio Zerpa, se ha dado cuenta. Sabe. Y a Berto nadie lo jode.

Uno de los puntos más inquietantes de la novela es que hace reír a partir de la canallada, las vejaciones, lo espantoso. ¿Te interesa particularmente trabajar ese cruce entre lo gracioso y lo repulsivo?
–Es parte de la manipulación. Quise crear culpa en el lector. El tipo se está riendo de algo, tal vez lo comenta con un amigo, o su mujer, y de golpe no se rie más. Y se siente mal por haberse reído antes. En los ’80 pasaba con la música de los Twist: “Pensé que se trataba de cieguitos...”. Lo incómodo es mi mejor sillón.

LVI CULTURA, año 2005.

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