“Desde la infancia tenemos una confianza natural en la
unidad de efecto. Entendemos que, si nos cuentan una historia, ha de ser por
algo; y que cada detalle va a tener importancia para lo que nos van a revelar.
Con esa expectativa escuchamos. Y con una expectativa similar empezamos la
lectura de un cuento, seguros de que cada dato, cada digresión, cada vuelta al
pasado, cada velado indicio, nos irá acercando no solo a la historia sino a su
sentido, a su razón de ser. O, mejor: a su razón de ser contada.
No es mi intención trasladar las destrezas de la
narración oral a la construcción literaria. Sí intentar una explicación para la
vigencia –con un sinnúmero de variantes y matices- de lo que, casi dos siglos
atrás, Edgar Poe denominó “unidad de efecto”, definiendo así una de las
características primordiales del cuento contemporáneo. E indagar hasta qué
punto la excelencia de un cuento se vincula con ese rasgo.
Parece sencillo advertirlo en aquellos que vienen
amenazados desde la primera línea y cuyo juego de tensiones explota en el
final; esos que se ajustan con nitidez a la definición de Cortázar (“la novela
gana por puntos, el cuento gana por knock
out”) y al consejo de Chejov (“Si dijiste en el comienzo que había un rifle
colgado en la pared, inevitablemente debe ser descolgado. Si no va a ser
disparado, no debería haber sido puesto ahí”). El problema está en que no todo
cuento gana por knock out y en que a
veces el rifle cargado desde el comienzo nunca se dispara.
Imaginemos esta última situación. El rifle cargado y dos
hermanos vinculados por una rivalidad antigua. Uno de los dos, desde siempre,
es el perdedor: el que tiene (uno lo sabe) el rifle cargado. La situación entre
los dos se tensa hasta lo insoportable; el perdedor es humillado una vez más.
Uno siente la amenaza de las balas en la recámara y espera, como una
liberación, el disparo. Pero resulta que el perdedor se muerde los labios, el
cuento termina y el disparo no sucedió. Es uno el que se queda cargado con todo
el peso de la humillación. Ese era el efecto que el cuento perseguía. ¿Puede
llamárselo knock out? Yo arriesgaría
que sí, considerando que la frustración del no desenlace nos ha dejado
impactados más allá del momento de la lectura, como sucede con todo buen
cuento. Y pienso que es a ese tipo de
knock out –y no un uppercut en la
pera que te deja tumbado- a lo que se refería Cortázar.
Ahora, imaginemos que en el comienzo de un cuento, en la
descripción del ámbito, entre varios objetos colgados en la pared se nombra un
rifle cargado. En el momento, eso crea una expectativa: me pongo alerta. Pero
resulta que después el cuento deriva en una historia familiar y el rifle queda
en el más completo olvido. El estado de alerta se va a ir disolviendo; inconscientemente
–o no- he decidido que no vale la pena estar demasiado atento a los indicios:
este autor escribe por escribir. Se ha producido un desgaste en el interés. Lo
opuesto a ese desgaste es lo que se consigue con la unidad de efecto: eso intangible
que despierta la avidez del lector, que lo hace estar atento a cada detalle,
atravesar ansioso cada digresión, dejarse arrastrar por la velocidad o la
morosidad de la trama, hasta la revelación –tal vez mansa, tal vez apenas
perceptible- del final. Conclusión: el disparo podrá sonar o no en la última
frase; eso no influirá en la calidad del cuento. Lo que sí influirá,
desmereciéndolo, es poner una pistola cargada en vano.”
(“La trastienda de la escritura”, Alfaguara.)
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