1.9.20

LA PULP FICCION ARGENTA / LA AGENDA


Adolfo Bioy Casares cuenta esta anécdota de sus diecisiete años. Había terminado su primer libro de cuentos y su padre le recomienda que vaya a ver al señor Juan Torrendell, dueño de la editorial Tor, lugar que el escritor admiraba como a una especie de Olimpo: estaban todos los autores que él conocía, desde Hoffmann hasta Dostoyevski.

- Torrendell es una buena persona, a lo mejor lo convencés.

El escritor agarró su manuscrito “17 disparos contra lo porvenir” y, muñido de coraje adolescente, salió hacia el domicilio de Rio de Janeiro 760, previa cita telefónica con una secretaria. Bioy escribe:

“Convencí a Torrendell, y toda mi vida estuve orgulloso y sorprendido por este hecho. Porque no se repitió nunca más, ya no me sentí ninguna otra vez tan persuasivo como me había sentido ese día. Claro, después se me ocurrió pensar que quizá mi padre había ido a hablar con Torrendell y le había dicho: “Mire, mi hijo le va a traer tal cosa y, si usted lo publica, yo pago la edición”. Antes no se me había ocurrido, pero ahora pienso que es probable que mi padre haya hecho eso, y yo nunca se lo pude agradecer. Me parece muy raro que Torrendell –que era una persona a la que le interesaba ganar dinero, un comerciante bastante astuto- aceptara el libro de un joven de diecisiete años, desconocido como autor y que iba a firmar con seudónimo.”

El libro salió en la Colección Cometa bajo el nombre ficticio de Martín Sacastrú en el año 1933.

Esta y decenas de anécdotas figuran en el libro “La editorial Tor - Medio siglo de libros populares”, escrito por el profesor platense Carlos Abraham y publicado, junto al volumen “La editorial ACME - El sabor de la aventura”, por Tren En Movimiento. Son dos joyas de investigación que nos hablan de lo que fue la industria editorial en nuestro país entre 1900 y 1960: un verdadero surtidor de cultura para las masas. Los libros de Tor costaban centavos y se vendían en librerías y kioscos, cuando los de literatura culta del momento se hacían valer de a pesos, y se conseguían solamente en boutiques bibliófilas seleccionadas. Durante años estas editoriales populares sufrieron, por tanto, la crítica de la oligarquía literaria, que las acusaba de entregar libros sin notas, desprolijos, en papel rudimentario y con tapas chillonas. No obstante, los autores argentinos se morían por salir publicados ahí: mientras las tiradas cultas de, por ejemplo, el editor Arturo Peña Lillo, arañaban los mil ejemplares, Torrendell se despachaba con ediciones de a diez mil. Y las vendía.

 

“Para su madre, para su esposa, para su hermana, para su novia, para toda mujer. Hermosa colección de volúmenes en octava con cien páginas de texto nutrido, conteniendo grandes novelas de los mejores autores modernos, y pequeños artículos, comentarios, cuentos, poesías, consultorios, etc., exclusivamente para la mujer.” (Revista Mi novela).

 

En su tiempo mi mamá leyó ejemplares de Tor y de ACME y yo de ACME solamente, que es la que editaba Robin Hood. Todavía tengo algunos de aquella colección en mi biblioteca: Salgari, Twain, Verne y London. Y uno de mi mamá: “Papaíto piernas largas”, de Jean Webster, publicado en 1945, tapa dura con sobrecubierta de cartulina. De Tor tengo apenas uno infantil, “Un viaje de Mickey y Cía”, que sobrevive porque era un ejemplar de lujo, lejos en calidad de los que tiraba Torrendell en 1942. ACME llegó a tener un catálogo de 2000 títulos y Tor uno de un poco más de 10000, más 2000 revistas. “Pif Paf”, por ejemplo, fue un producto que llegó a vender 325.000 ejemplares semanales.

Pero entre esas dos, si hablamos de cantidades y de llegada, la verdadera editorial popular es Tor. Por cada libro de ACME podías comprar tres o cuatro de los otros. ¿Cómo hacía Torrendell para bajar sus precios a centavos?  Primero, tenía talleres gráficos propios, con máquinas rotativas más indicadas para un periódico que para una empresa dedicada a fabricar libros. Las rotativas de la época exigían tiradas mínimas de 5000 ejemplares. Solamente así rendían los costos. Y como no había mercado local que consumiera esos números, Torrendell salió a venderle a América, al principio utilizando el Correo Argentino, luego apelando a viajantes y comisionistas.

 

“AVANCE FIRME. Así como el buque de guerra avanza imperturbable cortando las olas, el LIBRO TOR penetra en toda América como una avanzada de progreso y de cultura, difundiendo la obra de siglos.” (Serie Amarilla).

 

Otra de las características era que la editorial no se centraba en una propuesta intelectual, sino que imprimía cualquier cosa con letras que le llegara a las manos. Desde ediciones de autor a obras célebres o manuales, todo aquello que diera ganancia. Por decirlo bien y pronto: Torrendell no le hacía asco a nada.  Una de sus colecciones, titulada “El mundo de hoy”, mostraba abiertamente su inmunidad ideológica: “Mirando adelante” de Roosvelt compartía estantería con “Mi lucha”; “¿Dónde está el socialismo?” de Shaw con “El fascismo” de Mussolini. O con “Vida de Lenin”, firmado por Trotsky, pero jamás escrito por él (la viuda de Trotsky llegó a hacer  juicio para que retiraran el libro trucho del catálogo).

Hay una anécdota del hijo del editor, que cuenta que la DAIA, después de la Segunda Guerra Mundial, le sugirió a la editorial que verían con mucho agrado si dejaban de vender tanto “El judío internacional” de Ford, como el libro de Hitler. “Respondí que iba a estudiar el tema. Volvieron a la semana. Les dije: Mire, esto es un negocio. Una fábrica de libros. Pero no queremos, con esa excusa, herir a ninguna colectividad. Así que hice un cálculo de lo que nos pueden dejar estos libros en diez años. Ustedes nos compensan ese dinero y nosotros sacamos los libros de la circulación.” Nunca más fueron.

 

“Fantásticos mundos, poblados de seres sobrenaturales, hombres de un heroísmo inconcebible, pasiones y temeridad inauditas en esta prodigiosa serie del más allá. ¡No tiemble, pero léalos!” (Colección Ultra).


Los libros apócrifos y las traducciones mal pagas eran otro de los tips Tor para bajar costos. Solía ocurrir que ciertos autores extranjeros vendían mucho pero escribían poco. El caso de Edgard Rice Burroughs con su “Tarzán”. Torrendell lo solucionó de esta manera: puso a inventar nuevas historias tarzanescas a ghostwriters nacionales, y publicaba los libros  bajo el nombre de Burroughs o directamente sin autor en editoriales paralelas que desaparecían en cuanto aparecían los juicios. Demás está decir que Torrendell utilizó estas estructuras efímeras (Editorial J.C. Rovira, Ediciones Fémina, Luz, Renovación y Ombú) también para publicar diversas ediciones piratas de aventuras.

 

“¡SEÑORA! No deje que sus hijos se embarren en la calle o que los mate un automóvil. Reténgalos en su hogar. Cómpreles lectura sana y de interés. Las novelas de aventuras apaciguan a los chicos. Las mejores son las de Sexton Blake. ¡SUSCRÍBASE!”  (Biblioteca Sexton Blake).

 

Carlos Abraham dice al respecto de uno de los escritores fantasmas de los tarzanes: “La calidad de las novelas apócrifas de Quintana Solé era con frecuencia superior a las del propio Burroughs; tenían tramas mejor armadas, estilo más cuidadoso y pulido y personajes con un fondo sicológico más elaborado y plausible”. Para ejemplificarlo nombra “La ley de Tarzán”, donde hay una tribu africana en la que su caudillo ha prohibido la risa; “Tarzán en el bosque siniestro”, con un ejército de árboles devoradores de humanos, y “Las huestes de Tarzán”, donde un científico loco pretende conquistar el planeta mediante un ejército de soldados artificiales dirigidos telepáticamente. Las tapas, muy llamativas, con dibujos de Luis Macaya, eran siempre a dos colores (verde y rojo, azul y verde o azul y rojo).

Con respecto a las traducciones, las menciones en el libro tampoco ennoblecen  mucho la imagen de Torrendell, pero hablan de su espíritu abaratador de máxima. Abraham dice que en los inicios don Juan le pedía un capítulo de un libro a un traductor y otro a otro, como pruebas de su trabajo para ver si los contrataba o no. Después reunía todos los capítulos y tenía una traducción gratis. Borges dijo que este sistema llevaba a que “un personaje que se llamaba Guillermo en un capítulo, se denominara en otros William o Wilheim”. Torrendel, si no hubiera sido real, podría haber sido un personaje de Tim Burton.

Cuando las cosas le empezaron a ir mejor se alió con un par de traductores profesionales, entre los que estaba Rodolfo Bellani. La hija cuenta en el libro que se peleaban todo el tiempo porque Torrendell era muy mezquino para pagar. “Papá decía que la editorial se llamaba Tor para ahorrar la tinta del resto de las letras del apellido”.

 

“Magníficas tapas, versiones fieles. Tamaño manuable. Precios únicos.”

 

Juan Carlos Torrendell murió en febrero de 1961, la editorial siguió funcionando por diez años más, a media máquina. Contra todo lo que dicen estas anécdotas, fue un hombre muy querido. Durante el banquete del segundo aniversario de “Pif Paf” el director Alberto Pidemunt leyó a los postres estos versos (fragmento):

 

“La Tor, que es una nave que nada la voltea, / debió aguantar la furia de más de un huracán: / pero llegó a buen puerto contra viento y marea, / porque está dirigida por un gran capitán.

Se vio favorecida por ella, la cultura, / y autor hubo famoso de su ímpetu al través, / y el hogar más humilde tuvo buena lectura, / pues vendió por un peso lo que otro cobró tres.”

¡Gracias, Pablo Perantuono! 

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