1
Para que una historia de fantasmas sea efectiva no basta
con que
nos presente a un muerto entre los vivos; es preciso
también que la
historia parezca real e “inspire un sentimiento de terror
en quien la
lea”, decía M. R. James, uno de los maestros del género.
“La emoción más antigua y más intensa de la humanidad es
el
miedo”, señalaba H. P. Lovecraft en su muy influyente
ensayo so-
bre El horror en la literatura. Para concluir: “El más
antiguo y más
intenso de los miedos es el miedo a lo desconocido”.
Los fantasmas son, podría decirse, una hipérbole de lo
descono-
cido. No sólo han muerto (nada más desconocido que la
muerte),
sino que por algún motivo extraordinario su muerte ha
sido diferente
de la mayoría de las muertes. Son muertos que se niegan a
morir
porque no saben o no pueden o no les permiten hacerlo;
son almas
en pena, difuntos sin paz a quienes por lo común les ha
quedado
algo por hacer (una venganza que cumplir, un consejo que
dar, un
simple acto pendiente) y que, al volver, ponen en jaque
las fronteras
entre el “mundo real” y el “más allá”.
2
¿Son lo mismo, en esencia, un fantasma y un aparecido?
Hay
quienes proponen el siguiente matiz: los fantasmas serían
los muertos
que reaparecen bajo forma humana; las apariciones no se
limitarían
al aspecto humano, sino que también tendrían el de
animales u otros
elementos como el fuego o el viento.
Esta distinción es sumamente discutible, y en una amplia
mayo-
ría de casos los dos vocablos (“fantasma” y “aparecido”)
se utilizan
en la práctica como sinónimos, lo mismo que otras
palabras como
“espectro” o “espíritu”.
Etimológicamente, la palabra “fantasma” proviene de
“phantasia”
(fantasía), término que más tarde derivará en “phantasma”
(fantasma)
y que a partir de San Agustín (según indica Jean-Claude
Schmitt en
su Historia de la superstición) se emplea para designar
un mal sueño o
un sueño diabólico: “phantasticæ illusiones”.
De la palabra inglesa “ghost” suele decirse que deriva de
“gást”
(inglés antiguo), que a su vez provendría de una forma
pre-germánica
(“ghoizdo”) que aparentemente significaba “furia” o
“ira”.
En la antigua Roma se designaba a los fantasmas como
“manes”
(estos eran los más inofensivos, los espectros de la
buena gente), como
“lemur”, como “larvae” (en especial a los muertos sin
reposo) o como
“monstruo”, cuyo diminutivo (“mostella”) aparece en una
obra de
Plauto: Mostellaria o La comedia del fantasma.
3
En La leyenda dorada (Legendi di Sancti Vulgari
Storiado), el libro
más popular de la Edad Media después de la Biblia, el
dominico italiano
Santiago de la Vorágine (¿1228?-1298) indica que una de
las funciones
principales de los aparecidos consiste en ayudar o
instruir a los vivos.
Más aun, la
ayuda mutua es vista por él como un requisito: los vivos
tienen el deber de ayudar a su vez a los muertos y, en
caso de cumplirlo, los difuntos acudirán para ayudar a los vivos, a modo de
recompensa.
Se trata, en cierto aspecto, de una versión elaborada de
una de las
creencias más añejas de la humanidad: hay que honrar a
los muertos,
hay que celebrar
su memoria, hay que enterrarlos con los rigores debi-
dos, hay que cuidar sus sepulturas o, de lo contrario, es
muy probable
que se irriten y regresen para vengarse o quejarse.
Los relatos de fantasmas echan luz a un sinnúmero de
creencias
en su mayoría paganas: que las personas asesinadas
reaparecen en el
lugar del crimen, que los muertos prematuros (los muertos
“antes de
tiempo”, antes de “su hora”, a menudo bajo circunstancias
violentas)
se rebelan contra este destino, que quienes no han muerto
con la
conciencia en paz regresan con el objeto de resolver
alguna cuenta
pendiente, etcétera.
La venganza y la deuda pendiente son las dos causas más
usuales
para las apariciones. La venganza en ocasiones es
cumplida direc-
tamente por el mismo fantasma, pero en otros casos el
espectro se
presenta para reclamarle a un tercero (un pariente, un
amigo vivo)
que la ejecute.
Hay otros tópicos recurrentes en los relatos de
aparecidos. Desde el
marido celoso en el más allá, hasta el fantasma de un
amor prohibido
o no correspondido; desde el individuo que en vida causó
cierto daño
al prójimo y regresa lleno de remordimientos para
remediarlo, hasta
los “mal muertos”: los insepultos (“insepulti”) o los que
no han sido
llorados (“indeploranti”). Sin olvidar el caso del que ha
matado a
alguien y consumido por la culpa es asolado por su
aparición, y del
“fantasma protector” o del espectro condenado a repetir
un gesto o
un acto por toda la eternidad.
Son raros, desde luego, los fantasmas buenos o
inofensivos. En la
raíz de la creencia está el miedo a la muerte y lo
ignoto. En cuanto a
las soluciones para ahuyentar a los espectros, las más
simples suelen
pasar por el empleo de amuletos y objetos destinados a
conjurar o
exorcizar el fenómeno. Otro remedio es la acción oportuna
de un ex-
perto o entendido en la materia. Pero la historia recoge
asimismo otros
métodos más drásticos, como la mutilación o decapitación
del cadáver
de ese individuo obstinado en volverse espectro. En tal
sentido, no es
inusual que al abrirse la sepultura de la persona que ha
aparecido se
descubra que el cadáver se ha negado a descomponerse.
Que un muerto parezca negarse a morir, o que se pueda
“matar”
a un muerto (decapitando su cadáver) muestra a las claras
la inquie-
tante paradoja del fenómeno de los aparecidos.
4
En un brillante y ya clásico estudio consagrado a los
fantasmas
de la antigüedad
(Greek and Roman
Ghost Stories, 1912), Lacy
Collison-Morley indica que no hubo etapa ni cultura en la
que no
se creyera en la
vida después de la muerte.
Viejos textos de Cicerón, de Macrobio y de otros autores
antiguos
confirman que los griegos y los romanos no creían en una
frontera
inviolable entre el mundo de los vivos y el de los
muertos. Estos
últimos tenían su día de fiesta: el “Dies Parentales” de
los romanos
(del 13 al 21 de
febrero), la “Genesia” que los griegos celebraban
hacia fines de septiembre. Y también existían, por
supuesto, tanto
en Grecia como en Roma, festivales destinados a apaciguar
o a
consolar a los muertos sin descanso, a los espectros y
fantasmas.
Por ejemplo, el “Nemesia”, que se celebraba en Atenas
entre febrero
y marzo.
A medida que la práctica de la cremación fue desplazando
a la del
entierro, dice Collison-Morley, se fue consolidando la
noción de que
el alma tenía una existencia propia, independiente de la
del cuerpo,
y la idea de que había un gran hueco en el centro de la
tierra donde
moraban eternamente las almas de los muertos.
En la antigüedad no existía, de forma específica, el
género de
terror. Los relatos de fantasmas (los relatos de miedo en
general)
aparecen insertados, “incrustados”, en el marco de textos
mayores,
algunos de carácter más o menos histórico o enciclopédico
(como en
Flegón o en Valerio Máximo), otros puestos en boca de un
personaje/
narrador presente en un “banquete” (como en el caso de
Luciano
de Samósata).
El “banquete” o la ronda de historias no sólo pone en
evidencia un
tabú (de fantasmas y de cosas semejantes no se habla en
la calle, ni en
lugares que no sean familiares), sino que constituye una
estratagema
usual para obtener un efecto de verosimilitud (efecto que
incluye la
presencia, casi infaltable, de un incrédulo entre el
auditorio), al igual
que el tópico de la carta o el informe que un narrador
supuestamente
envía a otro personaje y que, de esta manera, es
“sometido” al lector.
Los primeros y más antiguos fantasmas son, según
Collison-
Morley, “una copia vaga e insustancial” de cómo eran en
el reino
de los vivos.
Cuando en la Ilíada Homero presenta la sombra de
Patroclo, que se le aparece a Aquiles en un sueño, no
sólo su aspecto
es el mismo, sino que hasta sus ropas son aquellas que
llevaba entre
los vivos. A lo sumo, en algunos casos, los fantasmas
regresaban
empalidecidos, porque carecían de sangre, porque la
palidez venía a
ser la marca de la muerte.
5
“La muerte no supone el fin de la vida y alguna sombra
lívida es-
capa triunfante de las piras funerarias”, escribió Sexto
Propercio (¿50
a.C.?-¿2 d.C.?) en un texto donde también puede leerse
que “las almas
errantes aparecemos de noche; la noche libera las sombras
cautivas”.
Las historias de fantasmas de la antigüedad (algunas de
ellas,
incluidas en esta antología) no sólo fijan los rasgos
formales del gé-
nero, sino varias de sus imágenes arquetípicas: el ruido
de cadenas
que precede a la aparición del espectro, los objetos que
llevan y
traen los fantasmas (y que confirman su paso de un mundo
a otro,
al tiempo que nos dejan perplejos, como la famosa flor
del sueño
de Coleridge), el descubrimiento casi siempre atroz de
que algo ha
cambiado en la tumba del fantasma, las apariciones
oníricas que
impugnan las nociones de sueño y realidad, las casas
encantadas o
embrujadas, y la frecuente solución del embrujo a cargo
de un héroe
con cualidades especiales.
Tampoco faltan en la antigüedad los fantasmas que renacen
del
pasado con el fin de prevenir a los vivos acerca del
futuro. Es el caso de
Plutarco en su Vida de Dion, donde relata que tanto Dion
como Brutus
fueron prevenidos de sus muertes inminentes por un
espectro.
6
Durante la Edad Media, la iglesia se encargó de domeñar a
los
fantasmas. “El que haya unos hombres que se aparezcan
después de
morir es algo que resulta difícil de creer para
cristianos nutridos de
la Biblia y de los Padres de la Iglesia. Para ellos, y
antes de que se
asiente la noción de purgatorio, no existen más que dos
posibilidades
para un difunto: va al infierno o va al paraíso.
Enfrentada al culto a
los muertos, capital en el paganismo, la iglesia se ve
obligada a reac-
cionar y a imponer sus propias respuestas a las
cuestiones referentes a
los estados post-mortem. Los dos teólogos que han
desempeñado el
papel más importante en la historia de los fantasmas y
los aparecidos
han sido Tertuliano y San Agustín”, plantea Claude
Lecouteux en
su indispensable Fantasmas y aparecidos en la Edad Media.
San Agustín justifica la creencia en los muertos que no
tienen des-
canso. El purgatorio, por lo tanto (el “tercer lugar”: ni
cielo, ni infierno),
se convierte en la morada de los muertos que no descansan
en paz.
El asunto ha sido cuidadosamente analizado por Jacques
LeGoff
en El nacimiento del purgatorio. En resumidas cuentas,
Tertuliano
fija la idea de que los aparecidos son muertos poseídos
por el demo-
nio. Los fantasmas pasan a ser vistos como una ilusión
diabólica. La
literatura moralizante de la época (sobre todo los
ejemplarios) ofrece
innumerables casos.
Lecouteux recoge en su libro varios ejemplos que Cesareo
de
Heisterbach escribió en su “Dialogus miraculorum” (“El
diálogo
de los milagros”). En uno de ellos, una mujer pide, en
plena agonía,
que le hagan unos sólidos zapatos y la entierren con
ellos. “Me serán
útiles”, explica, y le conceden su último deseo. A la
noche siguiente,
un caballero oye una voz: “¡Ayúdenme!”. Luego ve a una
mujer que
sólo lleva camisa y zapatos; intenta atraparla de los
cabellos, pero ella
escapa no sin antes perder varios mechones. Por la mañana
abren la
tumba y ven que la muerta ha perdido buena parte del
pelo.
7
Analizando los textos de la Edad Media, Lecouteux postula
una
división entre “falsos” y “verdaderos” aparecidos. Los
verdaderos son
“difuntos que regresan por sí mismos, por una razón de su
interés”.
Los falsos son por un lado los “muertos recalcitrantes”
(los que van
a la tumba a regañadientes) y, sobre todo, los que
reviven obligados
por alguna circunstancia: para defenderse porque se está
violando
su sepultura o porque un tercero los invoca o los obliga
a volver por
medio de la necromancia, es decir, por la resucitación de
muertos
con el objeto de predecir el futuro.
En cuanto a los “verdaderos aparecidos”, están los que
aparecen
en sueños y los que aparecen en estado de vigilia o, a
menudo, en la
duermevela. Y están también los casos de fantasmas que
equivalen a
anuncios funestos: aparecidos que son mensajeros o que
encarnan la
propia muerte.
Un pasaje del “Cuento de Navidad”, de Charles Dickens,
ofrece un buen
ejemplo de esto:
–Walter, toda la
noche me ha estado inquietando un guapo mocito de aspecto abandonado que
miraba constantemente hacia fuera desde el gabinete que hay en mi habitación, y
que no puedo abrir. Ahí debe haber algún truco.
–Me temo que no,
Charlotte –repuso el hermano–, pues es la leyenda de la casa. Es el huérfano.
¿Qué es lo que hizo?
–Abrió la puerta
con suavidad y miró hacia fuera. A veces penetraba uno o dos pasos en la
habitación. Entonces yo lo llamaba, para darle ánimos, y él se encogía, se
estremecía y volvía a meterse, cerrando la puerta.
–Charlotte, el
gabinete no tiene comunicación con ninguna otra parte de la casa, y está cerrado con
clavos.
Aquello era
indudablemente cierto y dos carpinteros necesitaron una mañana entera para abrir
la puerta y poder examinar el gabinete. Sólo entonces Charlotte quedó convencida de
que había visto al huérfano. Pero lo terrible de la historia es que fue visto sucesivamente por tres de los
hijos de su hermano, todos los cuales murieron
jóvenes. En cada
ocasión, el niño
enfermaba, regresaba a casa con fiebre,
doce horas antes de la muerte, y le decía a su madre que había estado jugando bajo cierto roble que había en un prado con un chico extraño, un chico de buen
aspecto, pero que parecía abandonado, que era muy tímido y le hacía señas.
Roger Boyer, por su parte, distingue dos tradiciones que
no se
circunscriben a la Edad Media: la aparición centrada en
la realidad
corpórea (el “cadáver viviente”) versus la tradición
centrada en lo
espiritual, en la noción de alma.
8
El gótico y el romanticismo marcan la edad de oro del
cuento de
fantasmas, cuyo esplendor suele situarse más
específicamente en la
Inglaterra victoriana, o sea, desde 1837 hasta la muerte
de la reina
Victoria, en 1901, o mejor dicho hasta la abdicación de
su hijo y he-
redero Eduardo, en 1910, verdadero final de ese período
histórico.
La proverbial “ghost story” inglesa tiene antecedentes,
desde lue-
go, en el teatro isabelino. Hay fantasmas en las obras de
Ben Johnson
o John Webster, y están los famosos espectros de
Shakespeare (en
Macbeth, en Hamlet), que tanto influirán en novelas
góticas como
El castillo de Otranto (Horace Walpole) o en Los
misterios de Adolfo
(Ann Radcliffe).
Es importante señalar las diferencias entre el fantasma
gótico y
el victoriano, entre lo que algunos denominan
(respectivamente)
“relato negro” y “relato blanco” de fantasmas. En el
relato gótico o
“negro”, el escenario y la atmósfera suelen ser
tenebrosos (el castillo
en ruinas, la habitación oculta, los aullidos de
ultratumba), y los
fenómenos
sobrenaturales son definidos
casi siempre de
manera
más concreta: vampiro, fantasma, demonio. En el cuento
fantástico
“blanco” o “victoriano”, el creado a partir de mediados o
fines del
siglo XIX, la información del narrador suele ser más
imprecisa, se
habla de apariciones o visiones, se recurre incluso a
circunloquios
como “algo imposible de narrar” (Lovecraft será, más
tarde, un maes-
tro de ello), y las apariciones suelen producirse (sin
tantos gritos, ni
chirridos de cadenas) en lugares más cotidianos que
extraordinarios
o misteriosos.
La literatura fantástica o terrorífica alcanza su pleno
apogeo en
tiempos de puro racionalismo, dice Rafael Llopis en el
prólogo a su
Antología de cuentos de terror, y “se desarrolla junto
con él, como su
sombra que es”. Lo fantástico viene a cuestionar los
preconceptos de
la razón, las certezas del positivismo. Pero, a
diferencia de lo medieval
o lo gótico, lo hace sin apartarse demasiado del tiempo o
del espacio
en que también se mueven los lectores. En Las palabras,
Jean-Paul
Sartre caracteriza el abordaje entre mágico y científico
de buena parte
de esta ficción: “El narrador contaba con toda
objetividad un hecho
perturbador;
dejaba una posibilidad
al objetivismo: por
extraño
que fuese, el hecho debía tener una explicación racional.
El autor
buscaba esa explicación, la encontraba, nos la presentaba
realmente.
Pero enseguida empleaba su arte para que nos diésemos
cuenta de
la insuficiencia y de la ligereza. Nada más: el cuento
terminaba con
una interrogación. Pero bastaba: el Otro Mundo estaba allí,
tanto
o más terrible cuanto que no se lo nombraba”.
Lo sobrenatural se suele tocar muchas veces, por
supuesto, con
lo maravilloso, aunque se sabe que una especie de
frontera entre
ambos universos la constituye, precisamente, el marco que
rodea a la
historia: verosímil y cotidiano en el caso de los cuentos
de fantasmas
clásicos donde un fenómeno inexplicable o sobrenatural
altera y pone
en tela de juicio
lo conocido; inhabitual y mágico en el caso de los
cuentos de hadas donde las reglas más básicas de lo
cotidiano son
puestas en suspenso o directamente modificadas.
Las razones para el auge de los cuentos de fantasmas en
la Iglaterra
victoriana han sido analizadas y argumentadas desde
múltiples ángu-
los, especialmente desde una perspectiva política y
social.
La Inglaterra victoriana (la Inglaterra cuya explotación
capitalista
conoció de primera mano Karl Marx) fue imperialista,
conservadora,
puritana, utilitarista y materialista. El desarrollo
industrial colocó al
país a la cabeza de Europa, pese a algunas advertencias,
como una
crisis económica en 1876 o las primeras huelgas en
1888-1889.
“Se ha dicho que las apariciones del mundo anglosajón
serían el
necesario complemento de maravillas de una sociedad
regida por lo
material y lo concreto”, indica Fernando Soto Roland en
un detallado
estudio acerca del fantasma victoriano. “El egoísmo
materialista del
espectro que se niega a abandonar el plano mundano y
carnal de la
existencia –y que queda ligado a los objetos personales
que lo individualizaron de los demás (casas, pianos, fincas, sillones,
etc.)– es un claro síntoma de mentalidad burguesa. Una mentalidad que hizo
de las cosas materiales un símbolo de status e identidad personal, que
ya la muerte no podía disolver. El hecho de que se conserven relatos
que hablan de espíritus vistiendo sus indumentarias de costumbre
–corbatas, broches, sombreros, uniformes o tapados– es muy sintomático al
respecto.”
Acerca de los fantasmas victorianos, Sartre afirma
(también en
Las palabras) que “cuando no tenía enemigos visibles, la
burguesía se
daba el gusto de asustarse de su sombra; cambiaba su
aburrimiento
por una inquietud dirigida”. Es una buena imagen, que
sintetiza en
gran medida lo antedicho. Sin embargo, a esta clase de análisis
Soto
Roland le agrega algunas circunstancias que, a su juicio,
también fue-
ron determinantes para que la figura del fantasma cobrara
tal auge en
las sociedades burguesas de fines del XIX. Por ejemplo:
a) El surgimiento de nuevas disciplinas científicas
orientadas al
estudio del hombre –la antropolgía y el folklore– que
dirigieron su
mirada a las sociedades “primitivas”, rescatando mitos y
leyendas po-
pulares que revelaban una relación con la muerte (y con
los muertos)
que se creía perdida en el entorno occidental.
b) El resurgimiento, en el seno de la sociedad europea,
del fenó-
meno espiritista (ya conocido desde tiempos antiguos).
c) Los avances tecnológicos, como la fotografía, que no
sólo se
pusieron a disposición de esta rejuvenecida “caza de
espectros”, sino
que produjeron “un fuerte impacto en las sensibilidades colectivas
de occidente”, puesto que la memoria y el recuerdo de los
difuntos
pudieron
celebrarse y trascender
de una manera
hasta entonces
inédita, ya que antaño sólo los muy ricos habían accedido
a la “in-
mortalización” de un óleo o de una escultura.
Otro rasgo llamativo de la ficción del período victoriano
es que,
si bien los escritores más renombrados fueron hombres, se
advierte
una notoria abundancia de autoras mujeres como Elizabeth
Gaskell
(1810-1865),
Margaret Oliphant (1828-1897), Amelia B. Edwards
(1831-1892),
Vernon Lee (1856-1935), Charlotte Ridell (1832-1906) o
Mary Elizabeth Braddon (1837-1915), entre otras. “Por
regla general,
sus fantasmas son más compasivos, especialmente cuando se
trata
de niños, y exhiben una mayor cuota de humanidad que
aquellos de
sus colegas masculinos”, sostiene Jean-Pierre Croquet.
9
Tras la edad de oro aparecen los primeros síntomas de
desgaste: la
repetición de fórmulas o el mayor desarrollo del cuento
de fantasmas
en clave humorística, que satiriza estas mismas fórmulas.
Desde luego, están quienes continúan rindiendo tributo a
la tra-
dición desde un abordaje bastante fiel a las nociones de
M. R. James,
aunque con matices más o menos renovadores. Son los
representantes
de la llamada “segundad edad de oro”: E. F. Benson
(1867-1940), Arthur Machen
(1863-1947), Algernon Blackwood (1869-1951), A. M. Burrage (1889-1956),
Cynthia Asquith (1887-1960), L. P. Hartley (1895-1972), Robert
Aickman (1914-1981) o Rosemary Timperley (1920-1988).
En simultáneo, acaso lo más interesante de los últimos
tiempos
haya sido la incorporación del fantasma al así llamado
género neo-
fantástico, que se diferencia del fantástico del siglo
XIX (en palabras
de Italo Calvino) por que “en el siglo XX se impone un
uso intelec-
tual (ya no emocional) de lo fantástico: como juego, como
ironía,
como guiño, pero también como meditación sobre los
fantasmas o
los deseos ocultos del hombre contemporáneo”.
“Los amigos”, de Dino Buzzati, es un ejemplo de cuento de
fantas-
mas innovador e irónico: la aparición no asusta, más bien
molesta; el
fantasma lo es a medias ya que no se libró del todo de
“cierto residuo
de consistencia” y pide permiso para quedarse entre los
vivos porque
“del otro lado hay un poco de confusión”.
Un brevísimo cuento de Enrique Anderson Imbert da otra
idea
del fantasma neo-fantástico:
–Yo –dijo un
fantasma a otro al encontrarse en el desván de una
vieja casona– soy
diferente a usted: yo no me morí nunca, yo
empecé fingiendo
que era un fantasma, y ya me ve.
Y también otro brevísimo cuento, en este caso del
mexicano Juan
José Arreola:
La mujer que amé se
ha convertido en fantasma. Yo soy el lugar
de sus apariciones.
La imagen de fantasma que se impone a partir del siglo XX
corres-
ponde, en buena medida, a lo que escribiera James Joyce
en Ulises:
¿Qué es un
fantasma?, preguntó Stephen. Un hombre que se ha
desvanecido hasta
ser impalpable, por muerte, por ausencia, por
cambio de
costumbres.
10
Así como la gente suele creer o descreer en los
aparecidos (“creer
o reventar”, como reza el dicho), L. P. Hartley llegó a
sostener que
el cuento de fantasmas es “la forma literaria más
exigente de todas”
porque es un género que tampoco ofrece término medio
“entre el
éxito o el fracaso”.
Criaturas de la noche, del invierno, de las casas
abandonadas, de
los climas neblinosos, de las zonas de pasaje (chimeneas,
pasadizos,
túneles, puentes), de las zonas alejadas (montañas,
bosques tupidos),
los aparecidos no suelen ser grandes viajeros –como
apunta atina-
damente Lecouteux– ya que acostumbran permanecer apegados
a
sus cosas y a sus
seres queridos, y no es infrecuente incluso que re-
aparezcan eternizados en su último aspecto, con las ropas
(y con las
eventuales marcas, en caso de muerte violenta) de su
último día de
vida, como tampoco es infrecuente que los atributos del
vivo (fuerza,
inteligencia, etcétera) reaparezcan exacerbados en el
fantasma.
“Al igual que el vivo no existe más que para perpetuar la
larga
cadena de sus antepasados, el verdadero destino de un
muerto es
convertirse a su vez en antepasado, reencarnarse,
resucitar. O, en
todo caso, seguir
viviendo entre los suyos, o aparecerse”, ha escrito
Régis Boyer.
Los espectros poetizan esta clase de nociones, hasta
metaforizar
todo aquello que se niega a morir, a caer en el olvido;
hasta poner en
acción la inquietante certeza de que así como los vivos
son mortales,
los muertos son inmortales.
“El fantasma”, ha dicho Robert Aickman, “nos recuerda que
la
cosa más concreta y a la vez más incierta es la muerte,
ese país des-
conocido del que ningún viajero ha podido regresar,
excepto él ”.
No es de extrañar que Henry James tuviera entre sus temas
predi-
lectos a escritores y fantasmas. Exagerando un poco
podría sostenerse
que ambos consiguen, a contrapelo del tiempo, un mismo
milagro:
el de materializar la vida.
(Este ensayo es el prólogo del libro "FANTASMAS", antología editada
por AH y compilada por Eduardo Berti)
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