Este lunes 25 de mayo cumplió sesenta años el Teatro General San Martín. Hablo del original
de la avenida Corrientes, sin el Centro Cultural que da a la calle Sarmiento ni
el complejo de salas subterráneas al que se entra por la carpa vidriada. Con
sesenta ya es un hombre mayor, sin ser todavía población de riesgo. Recibió un
lifting con viaraza en 2017 porque había sido tomado y lo habían hecho pedazos.
Llega a este cumpleaños con perfecta salud, dirigido hoy por Jorge Telerman. La
pareja del Sanma y la Lugones siguen siendo los pibes de siempre. ¡Feliz
aniversario!
El maravilloso edificio moderno al que visito
regularmente desde mis trece años (la primera obra que vi fue “El jardín de los
cerezos” de Antón Chéjov; la última “La vis cómica” de Mauricio Kartun, antes
de que empezara la cuarentena) fue diseñado por los arquitectos Mario Roberto
Álvarez y Macedonio Oscar Ruiz, con colaboración de Leonardo Kopiloff y
estudios estructurales del ingeniero Carlos Laucher (el mismo que calculó la
estructura del Planetario). Los profesionales fueron elegidos por antecedentes
entre veinte oficinas en 1953, por el entonces intendente Sabaté, que también
era arquitecto, para el Plan de Obras Municipales a desarrollarse en la ciudad.
El complejo costó 98.000.000 de pesos moneda nacional e incluía inicialmente un
teatro de cámara, un teatro de comedia, un microcine, talleres, depósitos,
camarines, halles, salas de exposición, oficinas, servicios generales, una
escuela de arte dramático y una confitería.
El anterior Teatro Municipal General San Martín (que se
llamaba Teatro Argentino) ocupaba una propiedad particular que quedaba en el
mismo predio del centro actual, y la Municipalidad compró para demolerla y construir
el nuevo. Esa zona de Corrientes era llamada “de los teatros”: había uno por
cuadra, entre la avenida 9 de Julio y Callao. Diez en total.
Al San Martín se entra por un hall distribuidor desde el
que se va a todas las salas y al “Gran Hall”, como se lee en el programa
original del complejo. Este espacio hoy está rebautizado como “Alfredo Alcón”
en homenaje al actor. Inicialmente estuvo pensado para exposiciones. Su techo
viene a ser el piso de la sala Martín Coronado, que se alza como una especie de
ovni parado en sus propias patitas y totalmente separado de las medianeras del
edificio, como una muñeca rusa. Caja adentro de otra caja. En el “Gran Hall” se exhibieron distintas muestras escultóricas hasta que nació la compañía de Ballet
Contemporáneo que lo tomó casi con exclusividad para sus realizaciones.
El Teatro de
Comedia, actual Sala Martín Coronado, cumple con las normas del Congreso
Técnico de la Escena realizado en Berlín en 1950, que establecía que el teatro
moderno tenía que poder unificar representaciones de “cámara oscura” y “teatro
especial” o de visibilidad total. Qué quiere decir esto: los teatros de comedia
modernos debían superar la forma del teatro a la italiana, con un foso
separando espectadores de actores, y poder realizar dos tipos de obras. Las más
tradicionales y las que se salen de la boca de escenario para incorporar al
espectador. El proyecto de sala de comedia de Don Mario Roberto es tan
inteligente que sigue siendo moderno para el teatro actual. Desde el vamos
estuvo dotado de máquinas escénicas móviles, donde cualquier punto del
escenario puede subir hasta el techo con un mecanismo de pistones que nace en el
cuarto subsuelo. Así vimos aparecer en la luna a Ulises Dumont, protagonista de
“Periferia” de mi admirado Oscar Viale, en un segundo de oscuridad y antes de
decidirse a asesinar a su propio hijo. Y vimos salir de un profundo foso a los
clase media sabedores de todo de “El hipervínculo (prueba 7)”, de Matías
Feldman.
El Teatro de Cámara o Sala Casacuberta ocupa los primeros
subsuelos como un hemiciclo escalonado. También se lo llama teatro circular,
porque rodea al escenario en forma de circo a la manera griega. La plataforma
escénica es rectangular, pero avanza con un proscenio en semicírculo que se
mete entre los espectadores. Ese proscenio también es levadizo y se le puede
graduar la altura hasta nivelarlo con el piso de la primera fila de platea,
porque en los cincuenta la manera de representar una obra en vivo estaba
cambiando a toda velocidad, pero todos los teatros debían seguir permitiendo unas
funciones bien normalitas.
La idea de separar la estructura de ambas salas de la del
edificio sirve para poder aislarlas acústicamente de la ruidosa avenida
Corrientes. Pensemos que pasa el subte por ahí, y en ninguno de los dos teatros
se lo percibe. Sí -tiembla y hace un leve ruido- en la sala de abajo, la de
teatro informal, denominada Cunil
Cabanellas, donde vimos desde “El príncipe idiota”, para el cual habían armado un
velorio en un espacio totalmente forrado de negro y con un ataúd en el medio
–muy deprimente-, pasando por “Las horas inútiles” donde te hacían sacar número
y a algunos mandaban por el ascensor y a otros por la escalera a gusto del
burócrata que te tocaba en suerte, hasta “Salomé de chacra”. Lo que pasa es que
esta sala no fue pensada como tal, sino improvisada por las normas teatrales de
los sesentas, que empezaron a exigir un “teatro total” en donde se pudieran
mezclar espectadores y actores. Y en ese tercer subsuelo había un restorán,
donde los temblores del subte no importaban tanto. Laucher y el ingeniero Malvarez, de acústica,
tuvieron que sugerir una pieza especial muraria en hormigón para colaborar en
el aislamiento de ese ruido imposible de detener (el convoy llegando a la
estación). El mural de Luis Seoane de doble altura –casi- cumple con ese
propósito. La confitería se planeó pero nunca funcionó: hoy hay un bar
improvisado, muy concurrido, en planta baja, como tiene que ser.
El Microcine o Sala Leopoldo Lugones está en el piso 10
del bloque de ascensores y es la perla del emperador, por lo pequeño y hermoso.
Ahí adentro vi “Volaron las grullas” a mis quince años y la película muda de Mel
Brooks, esa en la que el único que no puede parar de hablar es Marcel Marceau,
un mes antes de la pandemia en función vintage. El ejercicio acústico y
estético pergeñado por los arquitectos e ingenieros es genial: un sistema de
planos que no se cortan, individuales, tanto en los revestimientos de las
paredes, como la pantalla o el cielorraso tronco cónico. En las tres salas se
encuentra el mismo exquisito detalle: el revestimiento de madera para las
paredes que arma una colección de pequeños canales verticales que toman el
sonido que ya se escuchó y lo hacen desaparecer para evitar rebotes. Todo
parece flotar en los interiores del Teatro General San Martín.
Un detalle de color: las perspectivas originales
presentadas por el estudio Álvarez-Ruiz a la Municipalidad, estas que ilustran
mi nota, fueron dibujadas por el artista plástico Jorge de la Vega en las
épocas en que era estudiante de arquitectura y necesitaba unos mangos para
subsistir.
Un lujo tener este complejo en Buenos Aires. Para la fiesta de cumple sus autoridades programaron una serie de actividades a través de www.complejoteatral.gob.ar (la web del Complejo Teatral de Buenos Aires) y Cultura en Casa, la iniciativa del Ministerio de Cultura de la Ciudad. Se podrán volver a ver “Copenhague”, de Michael Frayn dirigida por Carlos Gandolfo, “Mein Kampf”, de George Tabori con dirección de Jorge Lavelli y actuación del querido Alejandro Urdapilleta y “Enrique IV”, de Luigi Pirandello y puesta de Rubén Szuchmacher. Por streaming, obvio.
Gracias Pablo Perantuono, de La Agenda!!!
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