La maqueta del rascacielos de vidrio transparentando los
cortinados y la boiserie dorada del palacio
Errázuriz, hoy Museo de Arte Decorativo, formula la pregunta del millón:
¿modernidad o academicismo? Si el lector tuviera que ponerle intuitivamente un
año a cada una de estas dos obras, podría mediar una diferencia de cincuenta o
cien entre ambos estilos de arquitectura. Sin embargo, pertenecen a un mismo
tiempo. El palacio Errázuriz-Alvear fue diseñado por el arquitecto europeo René
Sergent en 1918. Tiene un estricto eje de simetría que dispone hacia la
izquierda paredes perforadas por grandes ventanales y puertas tremendas, y a
la derecha, para compensar, espejos que imitan a los ventanales e idénticas
puertas… pero falsas. Mientras las de la izquierda nos llevan al patio, las de
la derecha ni se abren, porque dan a una pared. Amén de estar sobrecargado de
decoración, la mayoría, como dije, dorada. El proyecto del rascacielos es del
arquitecto Ludwig Mies Van der Rohe y también data de 1918. No tiene puertas ni
ventanas, está pensado para hacerse en metal y vidrio y no hay ni una sola
ornamentación. Las dos escuelas, academicismo y movimiento moderno, convivieron
en las entreguerras. Una, solemne y abigarrada; la otra, juvenil y llena de
ideas. El pasado y el futuro, en un presente de inestabilidad. Esta lucha, que
en su tiempo fue atroz (el pasado, como siempre, se resistía a retirarse ante
la desvergüenza de estos jóvenes alemanes que venían a revolucionarlo todo) hoy se recrea como un
diálogo sano adentro del Museo de Arte Decorativo, en una exposición que puede
verse hasta el 12 de agosto.
Me encuentro con su director, Martín Marcos, en su
oficina del piso de arriba y podemos ver lo que pasa con claridad: el Salón
comedor del palacio hace de caja histórica y la exposición, organizada por el
Instituto para las Relaciones Culturales Internacionales de Alemania y curada
por Boris Friedewald, casi no la toca. Apenas algunos puntales metálicos apoyan
sobre el roble de Eslavonia del parquet y, en las alturas, una araña de
rebuscados caireles le presta la electricidad a la iluminación moderna a través
de una suerte de cordón umbilical finito, pero necesario.
La escuela Bauhaus se funda doce meses después de la
construcción del palacio. Dura los 14 años de la república de Weimar y la
cierran los nazis. En sus aulas se forja la gran transformación del diseño y,
particularmente, un cambio fundacional en su enseñanza: antes era el maestrito
con el librito, corrigiendo desde arriba de un podio, ahora son los alumnos trabajando
y aprendiendo entre ellos, en el diario quehacer de los talleres.
Dice acerca del alumnado uno de los profesores, el pintor
Lyonel Feininger: “Mi impresión, hasta el momento, es que los estudiantes
tienen una gran confianza en sí mismos. Casi todos han pasado años en el
frente. Es un tipo de gente muy especial. Creo que ellos aspiran a algo nuevo
en el arte y ya no son temerosos o inocuos”. Se los ve en las fotos: riéndose,
disfrazados, dibujando, bailando. Y se lo ve en los objetos que encontramos:
una estantería desarmable de madera de Huper Hoffman que es la tía abuela de
los muebles de Ikea; la silla MR 534 o la chaise longe de Mies (en el subsuelo
hay facsímiles para probarlas), padres sagrados de las sillas de nuestro
querido Ricardo Blanco. O la cuna de Peter Keler, tatarabuela de la Qunita de Álvaro
Ares. Un ejercicio de materialidad de Itten me hace acordar a los Objetos
Epsilon de Gastón Breyer (aunque los Epsilon tenían movimiento, me sopla la
arquitecta Moira Sanjurjo, que nos acompaña en el recorrido). Los alumnos de la
Bauhaus disfrutaron de profesores de la talla de Paul Klee, Walter Gropius, Lyly
Reich, Gertrud Arnow, Marcel Breuer, Lucía y Lazlo Moholy-Nagy, Hannes Meyer, Wassily
Kandinsky, Josef Albers, Ludwig Hilberseimer, Gunta Stöltz, el propio Mies y
siguen las firmas.
Todos le debemos algo a esta grandiosa escuela donde los
alumnos empezaron a “inventar”, abandonando la “composición”. El irrespeto
feliz, la experimentación en materiales y espacios, ese quebrar con la
estructura de sus propios padres (vestían de otra manera, se cortaban el pelo
distinto, escuchaban otra música, ¡saltaban!), todo eso los llevó a organizar,
casi sin querer, la máxima revolución de la historia del arte. Repito: todos,
todos, todos, les debemos algo. Diseñadores y usuarios. Por eso el título: “El
mundo entero es una Bauhaus”.
La exposición da cuenta alegremente de esa pulseada
artística: el diálogo de opuestos, con el objetivo final -“y ojalá lo logremos”,
dice Martín- de “entender una actitud que se opuso a todo lo que en su momento
fue la realidad conservadora y que ahora bien podríamos tomar como ejemplo para
reflexionar y combatir los problemas actuales: insustentabilidad social,
energética, económica; la basura, el automóvil…” Con una actitud a la Bauhaus a
lo mejor podríamos cambiar algo, algún día (adhiero totalmente a los dichos de
Marcos). Reconsiderar el valor de la rebeldía, ese tomar un riesgo, es el
camino. “También puede fallar”, piensa en voz alta Martín, “pero al menos lo
habremos probado”.
Como miscelánea se podría agregar que hay un Paul Klee
original –nunca antes hubo uno en este Museo-, el carnet de Martin Hesse, el
hijo de “El Lobo Estepario” (Hermann le prohibió asistir a “esas” clases y el
chico lo desobedeció, ¡bien ahí!); el original del “Manifiesto”; unos
facsímiles de los libros de la biblioteca de la escuela que se pueden hojear (y,
por supuesto, no son de barroco alemán, sino de culturas lejanas: mayas,
hindúes; miniaturas indias, máscaras africanas, potiches mexicanos; la
investigación venía por otro lado); publicaciones tipográficas originales y
cantidad de piezas museográficas de diseño industrial (la tetera de metal de
Marianne Brandt y el juguete constructivo de Alma Buscher, por ejemplo), más decenas
de fotografías inéditas. Algunos trabajos de Horacio Coppola (marido de Grete
Stern) –Coppola fue el único alumno argentino de la escuela- y hasta un capítulo
del noticiario “Sucesos Argentinos” sobre la exposición que se hizo en los setenta
y pico en el Museo Nacional de Bellas Artes. El noticiario, al hablar de
quiénes fueron los que eliminaron a la Bauhaus en 1934 no dice la palabra
“nazi”, sino “régimen imperante”.
Para la nueva muestra se hizo un hermoso catálogo
imposible de guardar sin arrugarlo dadas sus enormes dimensiones (diseñado por
HIT), una guía Wipe Bue también muy ilustrativa y completa (que por el contrario
cabe en el bolsillo del caballero y la cartera de la dama), organizada por la
arquitecta Cecilia Alvis; una página con un estudio cronológico detallado; dos
libros para comprar de Editorial Nobuko/Diseño (“Las mujeres de la Bauhaus: de
lo bidimensional al espacio total”, imperdible, de Josenia Hervás y Heras, y “Bauhaus,
Hannes Meyer”, de Bernardo Ynzenga, que no leí) y se planearon una cantidad
de actividades jugosas, en una combinación
de talleres y conferencias que dan ganas de ir al menos enterado. Por
ejemplo, el sábado 21 de julio hay un taller sobre los origamis de Josef
Albers: las esculturas curvas y circulares de papel plegado, dictada por
Marcelo Gutman. Repite el 11 de agosto. Otra, del mismo Gutman: “Crear con
luz”, la clase que Moholy-Nagy daba en la Bauhaus sobre fotografía
experimental. La recreación se hizo en base a documentaciones fílmicas y
publicaciones. Va el 28 de julio. Entre los conferencistas hay profesores de la
UBA –Julio Valentino y Enrique Longinotti, dos capos, de historia y de Diseño Gráfico
respectivamente- y los profesores de la FAU de Montevideo Christian Kutscher y
Laura Alemán.
El
MNAD queda en Avenida del Libertador 1902, CABA. La Gira Mundial Bauhaus 100
años “El mundo entero es una Bauhaus” puede recorrerse de martes a domingo de
12:30 a 19 hs, desde el 22 de junio hasta el 12 de agosto, con entrada libre y
gratuita.
¡Gracias LA AGENDA!
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