Debería
haber sido totalmente verde. La comida, digo. Porque la noche lo fue. Media
sanción en Diputados para la Ley de despenalización del aborto. Todavía falta
el Senado, va a ser durísimo. Pero ya se ganó un montón. En este pedazo del
mundo que hoy parece el Medioevo, algo nuevo y muy potente acaba de ocurrir. La
sociedad lo apoyó, pero sobre todo las mujeres dijeron basta. Nuestras mujeres.
Felicitaciones y gracias.
La
parte verde de la comida de anoche fue un budín de acelga y hojas de remolacha
de Natalia Kiako que encontrarán en su página http://kiakothecook.com.ar/ . Y la parte anaranjada fue un budín de zanahoria que seguramente
encontrarán en la misma página, aunque yo lo saqué del libro “Cómo como”. Le
puse el doble de queso rallado, un sardo fresco, y medio pote de Mendicrim a
cada uno. El verde lo condimenté con harissa y comino; el anaranjado con comino
y kebabs. Manjares vegetarianos.
Leí
tres cuentazos: dos sacados de un libro hermoso que anda por la avenida
Corrientes de oferta, y se titula “El nuevo cuento latinoamericano”, con
selección y prólogo de Luis Fernando Afanador (Grupo Editorial Norma). Los dos
trabajan con objetos. El primero se llama “Dochera” y lo escribió Edmundo Paz
Soldán. Los objetos, aquí, son palabras. La historia tiene a un crucigramista
como personaje, y lo que hace Soldán con las palabras cruzadas es inolvidable.
Un poco borgeano, tal vez, como bien dijo Eleonora. Pero genial.
La
segunda genialidad trabaja con autos. Es un cuento corto de mi querido amigo
Pedro Mairal: “Hoy temprano”. Y los autos son una excusa para ponerse a la
búsqueda del tiempo perdido, que siempre es pasado.
Traten
de encontrar el libro; los bobos de la librería no me dieron ni un señalador, y
la bolsita, que acabo de encontrar, no tiene ninguna seña. Voy a recurrir a mi
memoria espacial para ver si desando los pasos. Si lo encuentro, ya tengo un regalo para
hacerles en el fin de curso que se acerca.
El
tercer gran cuento que leí fue “La distancia de la luna”, de Italo Calvino; uno
de “Las Cosmicómicas”. Y lo hice para explicar literariamente eso que intenté
decir en el informe anterior, poniendo ejemplos de animadores famosos: cómo hacer para
contar una idea ridícula como si fuera real y funcione de verdad. Esto es
algo de lo que carecen la mayoría de los diputados pro-vida que ayer, mientras
nosotros estábamos discutiendo en la Clínica, opinaban con historias
inverosímiles para respaldar sus pensamientos gorilas. Podrían leer un poco más,
manga de ignorantes. Para respaldar la ficción se necesita, sobre todo,
inteligencia.
Hubo otras
tres lecturas: un cuento de Eleonora, otro de Nicolás y dos capítulos nuevos de la
novela de Claudio, que ya empieza a visibilizar un camino. Va a tener que
recortar mucho las primeras treinta hojas, porque así como está el texto
empieza a ser interesante en el capítulo 10. Nadie aguanta tanto.
Van dos
consejos más de John Gardner, para finalizar. Y, mañana, va la presentación de
este ensayo ejemplar “Para ser novelista”, firmada por Carver, alumno de sus
cursos. Es un texto de una ternura que emociona. Sobre todo cuando llegamos al
final y vemos quién es el alumnito. Lo voy a postear así como viene en el
libro, como si fuera una sorpresa. Aunque ya lo espoilié, como hago siempre,
jaja. Si no consigo ediciones en papel de “El nuevo cuento latinoamericano”, ya tengo
qué regalarles.
“El escritor dotado de una «vista» verdaderamente aguda (y de un oído, un olfato, un tacto, etc., de pareja
sensibilidad) aventaja al que carece de ella en que es capaz de
contar su historia en términos concretos y no sólo mediante
abstracciones, que, en lo que a vigor se refiere, nunca
alcanzan las cotas de aquéllos. En lugar de escribir: «Se
encontraba fatal», es capaz de comunicar –por medio de un
ademán, una mirada o poniendo en boca del personaje
determinado giro– los más sutiles matices del comportamiento de
éste.
Cuanto más abstracto es un escrito, menos vívido es el sueño a que da lugar en la mente del lector. Hay mil maneras de estar triste, feliz, aburrido o malhumorado, y el adjetivo abstracto no dice casi nada. El ademán preciso, sin embargo, refleja con toda exactitud el único sentimiento que corresponde al momento. A esto es a lo que se refieren los profesores de literatura cuando dicen que hay que «mostrar» en lugar de «decir», A esto y a nada más, habría que añadir. Los buenos escritores pueden «decir» casi todo lo que tiene lugar en la ficción que escriben, salvo los sentimientos de los personajes. Se le puede decir al lector que el personaje fue a una escuela privada (no hay necesidad de escribir un episodio que tenga lugar en la escuela privada si éste no es importante para el resto de la narración), o se le puede decir al lector que al personaje en cuestión no le gustan nada los espagueti; pero con raras excepciones, los sentimientos de los personajes se tienen que evidenciar: el miedo, el amor, la excitación, la duda, la turbación o la desesperación sólo tienen verosimilitud cuando se presentan en forma de acontecimientos, es decir, de acción (o ademán), de diálogo o de reacción física ante el entorno. El detalle es la savia de la ficción literaria.”
Cuanto más abstracto es un escrito, menos vívido es el sueño a que da lugar en la mente del lector. Hay mil maneras de estar triste, feliz, aburrido o malhumorado, y el adjetivo abstracto no dice casi nada. El ademán preciso, sin embargo, refleja con toda exactitud el único sentimiento que corresponde al momento. A esto es a lo que se refieren los profesores de literatura cuando dicen que hay que «mostrar» en lugar de «decir», A esto y a nada más, habría que añadir. Los buenos escritores pueden «decir» casi todo lo que tiene lugar en la ficción que escriben, salvo los sentimientos de los personajes. Se le puede decir al lector que el personaje fue a una escuela privada (no hay necesidad de escribir un episodio que tenga lugar en la escuela privada si éste no es importante para el resto de la narración), o se le puede decir al lector que al personaje en cuestión no le gustan nada los espagueti; pero con raras excepciones, los sentimientos de los personajes se tienen que evidenciar: el miedo, el amor, la excitación, la duda, la turbación o la desesperación sólo tienen verosimilitud cuando se presentan en forma de acontecimientos, es decir, de acción (o ademán), de diálogo o de reacción física ante el entorno. El detalle es la savia de la ficción literaria.”
“Otro indicador del talento del joven escritor es su perspicacia. El buen escritor ve las cosas con
agudeza, con realismo, con precisión y con criterio selectivo (es
decir, sabe escoger lo importante), y no necesariamente
porque tenga por naturaleza mayor poder de observación que
los demás (aunque con la práctica lo adquiere), sino
porque tiene interés en ver las cosas con claridad y
escribirlas con rigor. Una de las razones de su interés es que sabe
que el no observar las cosas atentamente puede poner en
peligro el éxito de su empresa. Si al imaginar la escena
ficticia no lo hace con precisión –y, por ejemplo, no acierta en
el ademán que, en la vida real, acompañaría la
aseveración de determinado personaje (el de rechazo, como si quien
habla retirara
parte de lo que ha dicho, o el puño cerrado que sugiere más emoción de la que el personaje ha expresado)–, el escritor puede caer en la trampa de
desarrollar la situación de forma poco convincente. Éste es quizá el peor pecado de la mala novela: que el lector tenga la sensación de que se manipula a los personajes, de que se les obliga a hacer cosas que en realidad no harían. Puede que el mal escritor ni siquiera manipule a los personajes intencionadamente y, simplemente, no sepa qué harían
porque no los ha observado con suficiente atención en su imaginación, no ha captado las sutiles reacciones emocionales que al escritor más cuidadoso le indican hacia dónde avanzará la acción. Porque la fuerza de la historia depende de ello y
porque ha aprendido a enorgullecerse de plasmar las escenas con toda exactitud, el buen escritor escruta con absoluta
concentración la escena recordada o imaginada, y a pesar de que la trama avanza con soltura y de que los personajes se comportan con auténtica y sorprendente independencia, al escritor no le importa dejar de escribir durante uno o dos minutos, o incluso durante un buen rato, para imaginar con toda precisión cómo ha de ser determinado objeto o ademán y encontrar las palabras justas para describirlo.”
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