14.6.18

DECIMOPRIMERA REUNIÓN DE LA CLÍNICA LITERARIA / QUINTA TEMPORADA


Debería haber sido totalmente verde. La comida, digo. Porque la noche lo fue. Media sanción en Diputados para la Ley de despenalización del aborto. Todavía falta el Senado, va a ser durísimo. Pero ya se ganó un montón. En este pedazo del mundo que hoy parece el Medioevo, algo nuevo y muy potente acaba de ocurrir. La sociedad lo apoyó, pero sobre todo las mujeres dijeron basta. Nuestras mujeres. Felicitaciones y gracias.
La parte verde de la comida de anoche fue un budín de acelga y hojas de remolacha de Natalia Kiako que encontrarán en su página  http://kiakothecook.com.ar/ . Y la parte anaranjada fue un  budín de zanahoria que seguramente encontrarán en la misma página, aunque yo lo saqué del libro “Cómo como”. Le puse el doble de queso rallado, un sardo fresco, y medio pote de Mendicrim a cada uno. El verde lo condimenté con harissa y comino; el anaranjado con comino y kebabs. Manjares vegetarianos.

Leí tres cuentazos: dos sacados de un libro hermoso que anda por la avenida Corrientes de oferta, y se titula “El nuevo cuento latinoamericano”, con selección y prólogo de Luis Fernando Afanador (Grupo Editorial Norma). Los dos trabajan con objetos. El primero se llama “Dochera” y lo escribió Edmundo Paz Soldán. Los objetos, aquí, son palabras. La historia tiene a un crucigramista como personaje, y lo que hace Soldán con las palabras cruzadas es inolvidable. Un poco borgeano, tal vez, como bien dijo Eleonora. Pero genial.
La segunda genialidad trabaja con autos. Es un cuento corto de mi querido amigo Pedro Mairal: “Hoy temprano”. Y los autos son una excusa para ponerse a la búsqueda del tiempo perdido, que siempre es pasado.
Traten de encontrar el libro; los bobos de la librería no me dieron ni un señalador, y la bolsita, que acabo de encontrar, no tiene ninguna seña. Voy a recurrir a mi memoria espacial para ver si desando los pasos. Si lo encuentro, ya tengo un regalo para hacerles en el fin de curso que se acerca.

El tercer gran cuento que leí fue “La distancia de la luna”, de Italo Calvino; uno de “Las Cosmicómicas”. Y lo hice para explicar literariamente eso que intenté decir en el informe anterior, poniendo ejemplos de animadores famosos: cómo hacer para contar una idea ridícula como si fuera real y funcione de verdad. Esto es algo de lo que carecen la mayoría de los diputados pro-vida que ayer, mientras nosotros estábamos discutiendo en la Clínica, opinaban con historias inverosímiles para respaldar sus pensamientos gorilas. Podrían leer un poco más, manga de ignorantes. Para respaldar la ficción se necesita, sobre todo, inteligencia.

Hubo otras tres lecturas: un cuento de Eleonora, otro de Nicolás y dos capítulos nuevos de la novela de Claudio, que ya empieza a visibilizar un camino. Va a tener que recortar mucho las primeras treinta hojas, porque así como está el texto empieza a ser interesante en el capítulo 10. Nadie aguanta tanto.

Van dos consejos más de John Gardner, para finalizar. Y, mañana, va la presentación de este ensayo ejemplar “Para ser novelista”, firmada por Carver, alumno de sus cursos. Es un texto de una ternura que emociona. Sobre todo cuando llegamos al final y vemos quién es el alumnito. Lo voy a postear así como viene en el libro, como si fuera una sorpresa. Aunque ya lo espoilié, como hago siempre, jaja. Si no consigo ediciones en papel de “El nuevo cuento latinoamericano”, ya tengo qué regalarles.


“El escritor dotado de una «vista» verdaderamente aguda (y de un oído, un olfato, un tacto, etc., de pareja sensibilidad) aventaja al que carece de ella en que es capaz de contar su historia en términos concretos y no sólo mediante abstracciones, que, en lo que a vigor se refiere, nunca alcanzan las cotas de aquéllos. En lugar de escribir: «Se encontraba fatal», es capaz de comunicar –por medio de un ademán, una mirada o poniendo en boca del personaje determinado giro– los más sutiles matices del comportamiento de éste.
Cuanto más abstracto es un escrito, menos vívido es el sueño a que da lugar en la mente del lector. Hay mil maneras de estar triste, feliz, aburrido o malhumorado, y el adjetivo abstracto no dice casi nada. El ademán preciso, sin embargo, refleja con toda exactitud el único sentimiento que corresponde al momento. A esto es a lo que se refieren los profesores de literatura cuando dicen que hay que «mostrar» en lugar de «decir», A esto y a nada más, habría que añadir. Los buenos escritores pueden «decir» casi todo lo que tiene lugar en la ficción que escriben, salvo los sentimientos de los personajes. Se le puede decir al lector que el personaje fue a una escuela privada (no hay necesidad de escribir un episodio que tenga lugar en la escuela privada si éste no es importante para el resto de la narración), o se le puede decir al lector que al personaje en cuestión no le gustan nada los espagueti; pero con raras excepciones, los sentimientos de los personajes se tienen que evidenciar: el miedo, el amor, la excitación, la duda, la turbación o la desesperación sólo tienen verosimilitud cuando se presentan en forma de acontecimientos, es decir, de acción (o ademán), de diálogo o de reacción física ante el entorno. El detalle es la savia de la ficción literaria.”
“Otro indicador del talento del joven escritor es su perspicacia. El buen escritor ve las cosas con agudeza, con realismo, con precisión y con criterio selectivo (es decir, sabe escoger lo importante), y no necesariamente porque tenga por naturaleza mayor poder de observación que los demás (aunque con la práctica lo adquiere), sino porque tiene interés en ver las cosas con claridad y escribirlas con rigor. Una de las razones de su interés es que sabe que el no observar las cosas atentamente puede poner en peligro el éxito de su empresa. Si al imaginar la escena ficticia no lo hace con precisión –y, por ejemplo, no acierta en el ademán que, en la vida real, acompañaría la aseveración de determinado personaje (el de rechazo, como si quien habla retirara parte de lo que ha dicho, o el puño cerrado que sugiere más emoción de la que el personaje ha expresado)–, el escritor puede caer en la trampa de desarrollar la situación de forma poco convincente. Éste es quizá el peor pecado de la mala novela: que el lector tenga la sensación de que se manipula a los personajes, de que se les obliga a hacer cosas que en realidad no harían. Puede que el mal escritor ni siquiera manipule a los personajes intencionadamente y, simplemente, no sepa qué harían porque no los ha observado con suficiente atención en su imaginación, no ha captado las sutiles reacciones emocionales que al escritor más cuidadoso le indican hacia dónde avanzará la acción. Porque la fuerza de la historia depende de ello y porque ha aprendido a enorgullecerse de plasmar las escenas con toda exactitud, el buen escritor escruta con absoluta concentración la escena recordada o imaginada, y a pesar de que la trama avanza con soltura y de que los personajes se comportan con auténtica y sorprendente independencia, al escritor no le importa dejar de escribir durante uno o dos minutos, o incluso durante un buen rato, para imaginar con toda precisión cómo ha de ser determinado objeto o ademán y encontrar las palabras justas para describirlo.”

No hay comentarios.:

Publicar un comentario