“Día de Acción de Gracias, 1990. Iba manejando rumbo a la casa de mi hermano en Rhode Island, con toda la familia en el auto. Habíamos hecho ese viaje varias veces, pero esta vez yo estaba fastidiado por problemas de trabajo. Para distraerme metí la mano en la guantera, revolví un poco y saqué un caset al azar. La Novena Sinfonía de Beethoven había estado ahí desde hacía meses; la sola idea de escucharla entera, me superaba. Incluso en ese momento, mi decisión de ponerla implicaba cierta perversidad: esperaba que mis hijos de diez y once años empezaran a quejarse y a pedir algo más de moda –o, por lo menos, más corto. Ya había resuelto hacerlos escuchar el caset entero, “por su propio bien”. Nadie dijo nada durante un buen rato. Bordeábamos el río Mohawk. El día era frío y diáfano. La luz resplandecía sobre el agua y contra las ventanas de las fábricas abandonadas que dejábamos atrás. El bebé dormía en el asiento trasero; mi mujer dormitaba entre el bebé y Michael, el de once. Mi hijo menor, Patrick, viajaba en el asiento de adelante. Es un chico de opiniones contundentes: él “tenía” que ser el primero en opinar. Lo estaba esperando. “Por tu propio bien”, pensaba. Ya habíamos escuchado el primer movimiento y estábamos en la mitad del segundo, cuando me miró y dijo: “¿Qué es esto? Está bueno”. Desde el asiento de atrás, Michael se sumó a su hermano. “Sí, la verdad que está muy bueno” y se asomó entre los asientos para escuchar mejor.
Era un placer ver el placer que les despertaba esa música, un placer sincero y sin complicaciones. Veinte años antes, una chica se había reído de mi gusto por Beethoven. “Es tan ampuloso”, había dicho. “¿Realmente te gusta?”. Me gustaba, pero esa chica me obligó a pensar en el porqué: ¿porque era Beethoven? ¿porque yo era demasiado rústico? Durante los años siguientes seguí escuchando a Beethoven, pero casi siempre, en algún momento de sus obras, me asaltaba una duda. Ahora, que mis hijos estaban escuchando sin prejuicios o reverencias, la pureza de su atención revitalizaba la mía: podía escuchar esa música como se lo merece, sin aquel susurro culposo llegando desde algún lugar de mi cabeza.
Describir la Novena Sinfonía es condenarse a la fatuidad. Belleza, grandeza de corazón, sorpresa infinita: las palabras no logran atraparla. Los elementos más difíciles de explicar son los que nos llevan a elogiarla. Habrá problemas, habrá sufrimiento, la música sabe todo esto, pero también sabe que es una locura no cantar a los cielos para agradecer la amistad, la hermandad y el amor entre el marido y la mujer; una locura no recordar estas cosas y agradecerlas, como un hombre rodeado por su familia está agradecido, un día frío y diáfano, por la cena que lo espera al final del camino, en casa de su hermano.”
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