En el cine mudo los malos tenían bigote. Era el modo de identificarlos. Esto lo dice Hitchcock en un largo reportaje reunido en el libro “El cine según Hitchcock”. Le habían dado a hacer una película titulada “Blackmail”, pero como el cine estaba pasando del mudo al sonoro, no se sabía bien cómo iba a terminar, si muda o con sonido. El cine estaba justo en ese límite extraño en el que los productores querían a toda costa evitar la brusquedad comercial que adivinaban espantadora de espectadores. Hitchcock consideraba a las películas mudas como “la forma más pura del cine”. Si por él hubiera sido, la película se quedaba sin sonido. Después de muchas dudas los productores decidieron que “Blakmail” fuese una película muda salvo en el último rollo, para ir publicitando la novedad sin sobresaltos. Así es que se anunció como un film “parcialmente sonoro”.
Hitchcock decidió que era tiempo de vulnerar la regla del bigote, aunque sus productores no apoyaran la idea. Al director inglés le resultaba, tal vez, muy infantil eso de que para ser bueno bastara con una afeitada. El pintor de la película quiere violar a la chica que ha llevado a su casa; el asunto acabará en un crimen. Hitchcock dice:
- Hice, en esta escena, un adiós al cine mudo. Mostré al pintor sin bigote, pero la sombra de una reja horizontal de hierro forjado colocada en el estudio, le dibuja en el momento justo, encima del labio superior, un bigote más verdadero y más amenazador que el real.
Comenta también que lo hizo porque ansiaba vender, para que muchos vieran y disfrutaran de sus tramas. Muchos, para Hichcock, eran muchos. Por eso buscaba artilugios para dejar a todos contentos, la clave de sus negociaciones.
El del cine mudo fue un tiempo de doble ingenuidad. El hombre que sale en la pantalla no sabe que el código del mal de su barrio es llevar un bigote. Persiguen al malo sin fijarse en ese detalle. El asesino es muy fácil de descubrir para los espectadores. La maldición de su bigote lo desnuda.
El suspenso, en ese tiempo, estaba basado en la proximidad, en ese gritarle al muchachito desde la butaca ¡corréte de ahí que el bigotudo te puede matar! El mismo Hitchcock utiliza este mecanismo aprendido en el mudo en muchas de sus películas posteriores. La escena de “Los pájaros” de la estación de servicio nos hace ver, desde adentro de la oficina, todos los ingredientes de la catástrofe que los mismos personajes conocen parcialmente. Vemos la nafta derramarse, el hombre que enciende el cigarrillo, los pájaros que atacan, el fósforo caído sobre el charco del piso. La chica grita pero nadie la escucha. La estación explota en llamas.
El anónimo que en 1927 miraba “The Lodger” (“El asesino de las rubias”) desde su cómoda butaca de cine es contemporáneo a Ivor Novello, que actúa en la película. Pero el de la butaca sabe quién es el malo; Ivor no. Pienso que sería bueno vivir en un mundo así, avisado, en el que supiéramos de antemano cuál es el signo externo que identifica al mal para poder distinguirlo y huir. Pero inmediatamente me digo que es un mundo horrible. Ha existido y existe fuera del cine mudo y se consuma rápidamente en genocidios, esos momentos en los que los Estados enloquecen y comienzan a matar a sus beneficiarios por razones racistas, religiosas o sociales. En esos casos los malos siempre se ponen sus uniformes y sus medallas, y masacran dentro de una legalidad consentida parcialmente, apoyada por el poder. En esos casos los asesinos están muy orgullosos de matar; sus actos son su trabajo legal y suceden dentro de las ocho horas marcadas con tarjeta.
No vamos a hablar de esos individuos que inmerecidamente ocupan realidades en la historia de nuestro sufrido planeta (incluidos libros y películas), sino que vamos a hablar del otro, de ese que trabaja ilegalmente en las tinieblas y no tiene más poder que el de su astucia y coraje. Ese que para el atraco depende de la sorpresa, que no avisa como en el cine mudo. O al menos no está tan claro que avise. Digo esto último por los asesinos de mujeres. Por ejemplo: el que mata a toda su familia en “Dimensiones”, el extraordinario cuento de Alice Munro en “Demasiada felicidad”. En los femicidios los modos de avisar del asesino son evidentes para todos menos para las víctimas. Ellos dan señales en la intimidad de su espacio doméstico, pero las dan en el momento en que el resto de la familia no las puede decodificar. La camarera del Blue Spruce Inn es como el policía del cine mudo: tiene el asesino delante, le ve el bigote, pero no reconoce en esa mata de pelos un peligro. Ella no puede entender ese bigote de gritos y zamarreadas. Tiene, dentro de sí, la respuesta; pero está tan ensimismada que no lo puede denunciar. Pagará esa indiferencia con la muerte de sus hijos.
Después de saber que Chikatilo era el Carnicero de Rostov que toda Rusia buscaba, los vecinos –que hasta ahí lo consideraban un dechado de honestidad y moral- se acordaron de ciertas conductas y decodificaron varios signos. Pero eso sucedió con el diario del lunes: antes nunca se habían quejado. Y lo fusilaron porque se entregó, al estilo Raskólnikov de “Crimen y castigo”, un poco perseguido por la culpa y otro poco para ganarle a su perseguidor. En la realidad y en las novelas policiales, los asesinos seriales suelen ser los únicos que saben del crimen, porque trabajan de eso y hacen bien su tarea. Cuando los inspectores se enteran ya suele haber un tendal de cadáveres. Y el asesino es una persona difícil de pescar porque todos lo ven como a alguien normal, otro pez nadando en el estanque. Inclusive suelen ser seres queribles.
Patricia Highsmith fue la que acuñó el término “criminales queribles”. Ella es la campeona en el arte de convertir una persona común, que trabaja, como Jonhatan en “El amigo americano”, en enmarcado de cuadros, en un asesino entusiasta que trabaja matando.
“Los escritores que deseen escribir libros parecidos a los míos –aconseja Highsmith, en “Suspense”, su maravilloso libro de teoría- tendrán un problema adicional: ¿cómo hacer que el héroe sea querible o, en lo posible, mínimamente apreciado? Por lo general esto resulta tremendamente difícil, aunque pienso que mis héroes son siempre criminales bastante queribles, o al menos no son seres repugnantes. (…) Lo único que sugiero es que al asesino se le atribuya la mayor cantidad posible de cualidades agradables, como por ejemplo: generosidad, bondad para con algunas personas, afición a la pintura, la música o la cocina. Además a veces sucede que estas cualidades, en contraste con sus rasgos homicidas, terminan siendo divertidas.”
El asesino es una persona que asesina en lugar de fabricar cosas, llevar una contabilidad, limpiar casas o vender objetos. Normalmente no lo vemos así porque para nosotros, que fabricamos cosas, llevamos contabilidades, limpiamos casas y vendemos objetos, el asesino está siempre fuera del circuito del trabajo, porque está de raíz fuera del circuito de la ética. Pero para escribir lo tenemos que convertir en ese ser que piensa, que pone el músculo y la herramienta al servicio de su obsesión, aunque mate. Los escritores vemos a los asesinos como gente que, simplemente, tiene ese trabajo por hacer. A veces hasta los admiramos durante un tiempo, normalmente el que dura la escritura del libro.
Fernando Savater daba una clase de ética a chicos del secundario, y siempre les planteaba un acertijo que sucede en un pueblo de provincia. Entre el pueblo y su aeropuerto hay un bosque. En el bosque vive un femicida. El marido de una señora tiene que hacer un viaje, y se toma un colectivo hasta el aeropuerto. No quiere que su mujer lo acerque con el auto para que no se tenga que volver sola por el bosque. La mujer, ni bien el tipo sale, invita a dormir a su amante. Están en la cama cuando el marido llama por teléfono diciéndole que se olvidó el pasaporte, y le pide que se lo alcance. Ella, con miedo, le sugiere a su amante que la acompañe. El amante se niega por pudor. Ella entonces le pide a su confesor, que le contesta que no puede porque debe dar misa. Entonces llama al policía, que también se niega porque tiene que velar por toda la comunidad, no por una persona en particular. Finalmente llama a su amiga, para al menos ser dos en el auto. La amiga teme por su vida y la deja igualmente plantada. La mujer va, cruza el bosque; el femicida la intercepta y la mata.
Savater le pregunta a su clase: “¿quién de todos es el responsable de esta muerte?”. Dice que de la respuesta salen los arquetipos sociales: está quién culpa al policía, que en el futuro podrá ser anarquista –se ríe cuando cuenta esta parte-; aparecen las feministas que culpan al amante, los anticlericales que le dan el palo al confesor; las románticas que se enfurecen con la amiga. Y los que culpan a la mujer por tener ese marido estúpido. O los que culpan directamente al marido por ponerla en peligro. Pero nadie, nunca en todos los años de sus cursos, dice Savater, culpó al femicida. En realidad es el único culpable de todos esos personajes, pero como está afuera de la ética, los chicos lo ignoran a la hora de rotularlo. La ética, dice el profesor, es lo que nos amalgama como sociedad: qué está bien, qué está mal. Lo que hacemos los escritores de policiales –yo lo hice en Auschwitz-, es salirnos de la ética para considerar al asesino como un jugador más que lleva en su trabajo todas las de la ley. Suley.
Higsmith anota en “Suspense”: “Por otra parte, nunca he estado al borde de matar a nadie, pero de todos modos puedo escribir sobre eso, acaso porque el crimen es una extensión de la ira, una extensión al punto de la locura o de la locura momentánea”.
Es aconsejable en este tipo de conferencias andar aclarando de qué se habla. Tuvo que aclararlo Jonathan Swift cuando lanzó su “Modesta proposición destinada a evitar que los niños pobres de Irlanda sean una carga para sus padres y el país”, que hablaba de cocinar y comerse el exceso de bebés, y hasta daba recetas. También Tomas De Quincey, en su célebre conferencia “Del asesinato considerado como una de las Bellas Artes” aclara, por las dudas:
“Estoy y estaré siempre a favor de la moralidad, la virtud y todas esas cosas; afirmo y afirmaré siempre (cualquiera sean las consecuencias) que el asesinato es una manera incorrecta de comportarse, y hasta muy incorrecta; más aún, no tengo empacho en afirmar que toda persona que se dedique al asesinato razona equivocadamente y debe seguir principios muy inexactos de modo que, lejos de protegerlo y ayudarlo señalándole el lugar donde se esconde su víctima, lo cual es el deber de toda persona bien intencionada según afirma un distinguido moralista alemán (se refiere a Kant), yo suscribiría un chelín y seis peniques para que se le detuviera, o sea dieciocho peniques más de lo que hasta ahora han contribuido a tal objeto los moralistas más eminentes.”
Y agrega: “¿Cómo negarlo? Todo en este mundo tiene dos lados. El asesinato, por ejemplo, puede tomarse por su lado moral (como suele hacerse en el púlpito) y, lo confieso, ese es su lado malo, o bien cabe tratarloestéticamente –como dicen los alemanes-, o sea en relación con el buen gusto.”
Cuando De Quincey dice que prefiere el “lado bueno”, está hablando, obviamente, de literatura.
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Escribí este discurso para el 12ª ARGENTINO DE LITERATURA de Santa Fe. Una mesa redonda de novela negra que compartí con Claudia Piñeiro y Osvaldo Aguirre en junio de este año. La noche antes de leerlo, estando en mi hotel santafesino, hablamos por Skype con Lori Saint-Martin, mi traductora al francés que vive en Canadá. Le había llamado la atención el título de la charla, y me dijo que le preocupaba que alguien hubiera escrito algo con ese título a una semana de la masacre de Pulse, en Miami. Le dije que el título era una cita del libro “Suspense”, que resultaba un par de veces mencionado en la nota. Se la mandé por inbox para que la leyera.
Al otro día, a minutos de comenzar mi mesa, me llegó al celu la respuesta de Lori diciendo que ella cambiaría, como mínimo, la palabra “coraje” con la que yo describo a un asesino individual, por “cobardía”. ¿Qué otra cosa que un cobarde es un tipo armado que entra a un recinto donde hay gente que baila y les vacía tres cargadores?
- ¿A quién se lo estás preguntado? –fue lo primero que atiné a escribir.
- A vos.
- ¿Como ser humano, o como escritor?
- No veo la diferencia.
- Estoy hablando de ficciones.
- Nombrás a Chikatilo – me contestó.
Touché.
“A esta altura Chikatilo es un personaje de Dostoievsky”, estuve por decir. Confiar en el argumento de que lo que hago son siempre ficciones ya se me está volviendo, a mis cincuenta y pico, por lo menos raro. No sé si me excuso en eso o me escudo. No iba a sacar de la nota el nombre del asesino real a esas alturas. Me pasaron el micrófono y leí lo que llevaba, que es lo que ustedes también acaban de leer. Y el titulo no es una cita a nadie; lo inventé, en plena época de las citas inventadas, a la moda del Borges del subte.
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Si como ser humano te contesto con este discurso, lo admito: soy horrible. En eso estamos de acuerdo, Lori. Pero si te contesto como escritor, tengo una coartada que me regaló mi amigo Stephen King. Aquí entraría a funcionar el título de uno de los mejores libros que enseñan a escribir de la historia de la literatura: “Mientras escribo”. ¿Qué parámetros utilizo para ponderar un libro así? Que dice la verdad. En todo. Es como el de Highsmith, o algunas conferencias esporádicas de Cortázar, Flannery O´Connor y Vonnegut. Claudia Piñeyro nombra también “El simple arte de matar” de Chandler como otra excepción infalible, pero tengo que confiar en ella porque todavía no lo leí. Los demás dicen macanas o puerilidades que no sirven. La verdad del libro del Rey es que los escritores, mientras escribimos, nos convertimos en gente que no es muy copada. Que suele imitar para su vida eso que le sale de la lapicera, y si se trata de horror y asesinatos, te la encargo.
Uno puede tener hasta doscientas o trescientas relaciones amorosas y de amistad en la Tierra, pero tiene tres amigos fieles y tuvo tres ex que extraña, con las que hubo ese tipo de amor infinito que un día se corta y nos destroza. El enamoramiento se basa en la admiración por el otro. Por lo que hace: cómo escribe, cómo se viste, cómo cocina, cómo trata a sus semejantes, la ética que tiene, a quién votó; sus gustos y afinidades, Si podemos admirar en un 80% a una persona, hay amor. Si es correspondido, se arma la pareja. Después te separás por ese 20% que no congeniabas, que suele agravarse y crecer con el tiempo. Y para escribir hay que enamorarse. Sobre todo pasa con las novelas.
Como escritor, si tuviera que novelar el horrible episodio de la disco de Miami, tendría que enamorarme, indefectiblemente, del asesino. O al menos quererlo bastante. Escribir una novela es tener una relación con tus personajes durante un tiempo largo y conflictivo. Somos, de alguna manera, rehenes temporarios de ellos como de nuestra amada cuando la encontramos en la vida. Y a ese asesino en particular, mientras escriba la novela tenderé a verlo como a un tipo interesante. Un eximio actor, por ejemplo, que no reparó en sumergirse en sus fobiasmisántropas para frecuentar el lugar donde ejecutaría su masacre. Lo tendría que ver como a un estudioso que fue detallista en el recuento de sus obsesiones, un profesional que no se puso nervioso ni a último momento, sino que hizo todo racional y fríamente. A sangre fría, digo.
De eso se trata ficcionar: para un escritor es lo mismo que entender. Después está si le agregás tus condimentos o lo dejás sobrio de toda sobriedad, a lo Capote.
Mientras escribo, como dice King, deberé acercarme a este ser despreciable hasta verlo inteligente e interesante. Mientras escriba seré otra cosa, un monstruo apartado de la sociedad, políticamente incorrecto, como él. Por un rato, asesino de gente que baila.
No se me acerquen mucho cuando escribo.
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