Personajes y escenarios son el material de las novelas; con ellos se construye la trama y todo aquello que se quiere decir. Los escenarios a veces cobran vida; en ese caso es muy probable que se transformen en un personaje más. Con los objetos también puede pasar. Un ejemplo de un pueblo que se vuelve personaje es Comala, el de Rulfo, que muestra tener más vida que sus propios habitantes. Un ejemplo de un objeto animado es la máquina de Morel en el libro de Bioy Casares, que se maneja con reglas secretas y puede dejar al protagonista encerrado el tiempo que ella quiera. Ambos casos son válidos para demostrar que no es necesario pensar en una persona o en un animal con rasgos humanizados a la hora de construir un personaje.
Hace siete años empecé a buscar un restorán porteño que
cumpliera con los atributos de un personaje de ficción, para insertar en mi
novela de viajes en el tiempo. Por un momento pensé que podría ser el restorán
Danés, ya que uno de los requisitos era estar ubicado en un piso alto de Buenos
Aires. Fui varias veces, llevé a mi tía Doris a almorzar (hice una reseña para
Buena Morfa Social Club) y a mis hermanas Machi y Fer. Pero algo no me cerraba,
y finalmente lo deseché. Mi deseo siempre estuvo atado a un sitio real en su
proyección al futuro, que terminó siendo el año 2053. Tenía que estar en un
piso de arriba porque uno de los personajes entraba desde la calle y otro por
el aire, con un vehículo volador. Tenía que ser un lugar cambiante.
Una noche fuimos con Moira a comer comida armenia al
restorán del marido de mi amiga Marcela Manoukian. Y tuve el presentimiento de
que estaba en el lugar adecuado: había una barra acolchada, era un primer piso,
no era fashion y la comida resultó extraordinaria. Cuando saludamos al dueño,
Pablo Kendikian, nos enteramos de que su local era mucho más que un sitio para
comer: era un espacio de resistencia armenia. Una especie de club. El código
del wifi era “turquiaestadogenocida”; el mismo Pablo gerenciaba un periódico de
la comunidad. Le comenté de mi proyecto y le gustó. Me dijo que nos invitaría
para cuando hubiera un show.
A la semana llamó, estaba entusiasmado. Fuimos cuando él nos
indicó. Se tomó la molestia de brindarnos una cena detallada, con todas las
indicaciones del nombre de los platos y cómo los preparaban. Con amabilidad contestó
cada una de nuestras preguntas acerca de las recetas, de los condimentos. Hubo
un show de danza en el que un bailarín levantaba del piso un vaso con los
dientes, para beberlo sin usar las manos, y todos le arrojábamos platos y
billetes. La gente bailaba, además de comer. No nos dejó pagar. Mis dudas
finales de que la acción pudiera pasar en otro restorán se habían disipado. La
novela, que se titula “Los mundos anteriores”, acaba de ser publicada por el
Fondo de Cultura Económica, y saldrá simultáneamente en México y en Colombia.
La acción empieza en el restorán Armenia del barrio de Palermo. No ahora, sino
en el futuro.
Acabamos de ir a cenar nuevamente, para entregarle el libro
publicado y cerrar la experiencia. Pablo nos volvió a atender como a reyes.
Comimos los platitos que la familia de ficción come en el libro, y contienen
pequeñas raciones de sarmá frío (unos envueltos de hojas de parra rellenos de
arroz especiado), babaganush, hummus, tabbule, mutabel (una mousse ahumada de
berenjenas), muhamara (otra mousse, pero de morrones), bastermá (una especie de
jamón crudo muy sabroso), falafel, queso armenio y aceitunas griegas. Es comida
suave, braseada, poco picante.
También nos hizo probar tres platos calientes: el manté, que
son unos mini ravioles crocantes en una sopa de caldo, acompañados con madzun
(un yogur armenio que le da un frescor muy apropiado); dos bolas de keppe y una
lasagna de masa filo rellena con queso parmesano y muzarela denominada pashá
boreg (en la carta figura otra más de espinaca y parmesano, pero Pablo nos dijo
que la de quesos era más tradicional).
De postre, nos regaló un plato que le hacía su propia abuela, el lojmá, que viene con unos buñuelitos empapados de almíbar natural, servidos con helado de crema, canela y nueces. Salimos pipones. No sé cuánto costó porque no nos volvió a cobrar, pero debe tener precios correctos: se llena. Como si esto fuera poco, una adivina nos leyó la borra del café. Tampoco sé qué le habrá adivinado a Moira, pero al libro le auguró un futuro feliz.
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