17.6.25

UN RESTORÁN TAMBIÉN PUEDE SER UN PERSONAJE: ARMENIA / BMSC


 Personajes y escenarios son el material de las novelas; con ellos se construye la trama y todo aquello que se quiere decir. Los escenarios a veces cobran vida; en ese caso es muy probable que se transformen en un personaje más. Con los objetos también puede pasar. Un ejemplo de un pueblo que se vuelve personaje es Comala, el de Rulfo, que muestra tener más vida que sus propios habitantes. Un ejemplo de un objeto animado es la máquina de Morel en el libro de Bioy Casares, que se maneja con reglas secretas y puede dejar al protagonista encerrado el tiempo que ella quiera. Ambos casos son válidos para demostrar que no es necesario pensar en una persona o en un animal con rasgos humanizados a la hora de construir un personaje.

Hace siete años empecé a buscar un restorán porteño que cumpliera con los atributos de un personaje de ficción, para insertar en mi novela de viajes en el tiempo. Por un momento pensé que podría ser el restorán Danés, ya que uno de los requisitos era estar ubicado en un piso alto de Buenos Aires. Fui varias veces, llevé a mi tía Doris a almorzar (hice una reseña para Buena Morfa Social Club) y a mis hermanas Machi y Fer. Pero algo no me cerraba, y finalmente lo deseché. Mi deseo siempre estuvo atado a un sitio real en su proyección al futuro, que terminó siendo el año 2053. Tenía que estar en un piso de arriba porque uno de los personajes entraba desde la calle y otro por el aire, con un vehículo volador. Tenía que ser un lugar cambiante.

Una noche fuimos con Moira a comer comida armenia al restorán del marido de mi amiga Marcela Manoukian. Y tuve el presentimiento de que estaba en el lugar adecuado: había una barra acolchada, era un primer piso, no era fashion y la comida resultó extraordinaria. Cuando saludamos al dueño, Pablo Kendikian, nos enteramos de que su local era mucho más que un sitio para comer: era un espacio de resistencia armenia. Una especie de club. El código del wifi era “turquiaestadogenocida”; el mismo Pablo gerenciaba un periódico de la comunidad. Le comenté de mi proyecto y le gustó. Me dijo que nos invitaría para cuando hubiera un show.

A la semana llamó, estaba entusiasmado. Fuimos cuando él nos indicó. Se tomó la molestia de brindarnos una cena detallada, con todas las indicaciones del nombre de los platos y cómo los preparaban. Con amabilidad contestó cada una de nuestras preguntas acerca de las recetas, de los condimentos. Hubo un show de danza en el que un bailarín levantaba del piso un vaso con los dientes, para beberlo sin usar las manos, y todos le arrojábamos platos y billetes. La gente bailaba, además de comer. No nos dejó pagar. Mis dudas finales de que la acción pudiera pasar en otro restorán se habían disipado. La novela, que se titula “Los mundos anteriores”, acaba de ser publicada por el Fondo de Cultura Económica, y saldrá simultáneamente en México y en Colombia. La acción empieza en el restorán Armenia del barrio de Palermo. No ahora, sino en el futuro.

Acabamos de ir a cenar nuevamente, para entregarle el libro publicado y cerrar la experiencia. Pablo nos volvió a atender como a reyes. Comimos los platitos que la familia de ficción come en el libro, y contienen pequeñas raciones de sarmá frío (unos envueltos de hojas de parra rellenos de arroz especiado), babaganush, hummus, tabbule, mutabel (una mousse ahumada de berenjenas), muhamara (otra mousse, pero de morrones), bastermá (una especie de jamón crudo muy sabroso), falafel, queso armenio y aceitunas griegas. Es comida suave, braseada, poco picante.

También nos hizo probar tres platos calientes: el manté, que son unos mini ravioles crocantes en una sopa de caldo, acompañados con madzun (un yogur armenio que le da un frescor muy apropiado); dos bolas de keppe y una lasagna de masa filo rellena con queso parmesano y muzarela denominada pashá boreg (en la carta figura otra más de espinaca y parmesano, pero Pablo nos dijo que la de quesos era más tradicional).                      

De postre, nos regaló un plato que le hacía su propia abuela, el lojmá, que viene con unos buñuelitos empapados de almíbar natural, servidos con helado de crema, canela y nueces. Salimos pipones. No sé cuánto costó porque no nos volvió a cobrar, pero debe tener precios correctos: se llena. Como si esto fuera poco, una adivina nos leyó la borra del café. Tampoco sé qué le habrá adivinado a Moira, pero al libro le auguró un futuro feliz.



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