“En el invierno de 1904-1905, en Beijing, un guardaespaldas de nombre Fuzhuli fue acusado de matar a su patrón, un príncipe mongol, con una cuchilla de carnicero. El castigo que imponía el código Qing para un crimen de tal gravedad (magnicidios, parricidios, matricidios y otros “enormicidios”) era la infame ejecución por lingchi, practicada en China desde los tiempos de la dinastía Liao (siglo X). El lingchi, traducido comúnmente como “muerte por mil cortes”, consistía en atar al condenado a un poste y cortarlo en pedazos. Aquella mañana de invierno en el mercado de verduras de Beijing, ante una multitud silenciosa, el verdugo comenzó rebanando grandes tajadas de carne del pecho, de los bíceps y de los muslos de Fuzhuli para luego descuartizarlo y, finalmente, decapitarlo. Una vez finalizado el proceso, el verdugo pronunció la fórmula de rigor: “Sha ren le” (“Esta persona ha sido ejecutada”). No se trataba de una tortura interminable; la faena solía durar pocos minutos y normalmente el verdugo, luego de hacer un par de tajos, acuchillaba al condenado en el corazón para poner fin al suplicio. Contrariamente a lo que eligió creer la escandalizada Europa, los cortes no eran mil; apenas llegaban a cincuenta. Era también costumbre proporcionarle al reo grandes cantidades de opio a fin de que no sufriese. Poco después de la ejecución de Fuzhuli, que fue fotografiada y divulgada en Europa gracias al libro de Louis Carpeaux (y luego gracias al morbo esteticista de Georges Bataille en Las lágrimas de eros), China abolió el lingchi.
A diferencia de lo que eligieron creer cronistas noruegos,
ingleses, franceses y españoles que presenciaron ejecuciones de este tipo y se fascinaron
con la idea de la “tortura china”, el propósito del lingchi no era infligir
sufrimiento inhumano, sino despedazar. El lingchi era la forma de
ejecución reservada para los crímenes más aberrantes según el código penal chino
porque su fin era deshacer lo que una sinóloga e historiadora jurídica llamó la
“integridad somática”. El cuerpo humano es un conjunto de partes, miembros,
órganos, músculos, tendones, etcétera, que conforman una unidad orgánica. Le
percepción de esta organicidad se debe en gran medida a la propiocepción, una
de las variedades de lo háptico. El ser humano se percibe como una sumatoria de
partes, pero esta percepción está garantizada por una experiencia primordial
subyacente: la experiencia de ser una unidad indivisible e inalienable. El lingchi
es un atentado contra esta experiencia primordial. El lingchi revela que
esta experiencia no es más que una creencia, un acto de fe. El proceso de
despedazamiento pone en evidencia la verdadera naturaleza del cuerpo
-divisible, frágil y contingente-, al convertir a la persona, al “ser humano”,
en una pila de trozos de carne. El hecho de que al condenado se le
proporcionase opio para anestesiarlo vuelve al proceso aún más revelador.
Protegido por la magia narcótica y analgésica de la amapola, Fuzhuli se vuelve
insensible al martirio: es intangible. Antes de que el verdugo haga el primer
corte, Fuzhuli ya ha dejado de ser un cuerpo sensible para volverse un cúmulo
de carne a fraccionar. El tacto es el único sentido que no podemos perder,
porque perderlo significa dejar de ser persona para volverse carne. Fuzhuli
alucinado y atado a un palo es como el cadáver en la mesa del teatro anatómico:
un espectáculo didáctico. Quien observa la ejecución, quien observa la
facilidad y la velocidad con que una persona es reducida a un montón de
colgajos de carne vuelve a su casa, no solo con un brutal memento mori,
sino habiendo aprendido una valiosa lección acerca de las verdaderas leyes que
rigen la vida del hombre: las leyes de la física. Si todo es cuerpo y el cuerpo
es, fundamentalmente, divisible, lo que queda son pedazos y texturas.”
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